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Pasados gloriosos

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Julián Casanova

Vivimos tiempos de nacionalismos. Y eso se refleja en las políticas, en el voto de los ciudadanos, en los medios de comunicación. Y en los libros que mucha gente quiere leer y que otros les dicen que lean. Se nota en los premios de ensayo e historia, en las reseñas de fin de año para destacar los más elogiados por los críticos y aplaudidos por el público.

El Cid, las Cruzadas, Cataluña y España, Reyes y Reinas, mitos nacionales y leyendas. Interesan las luchas heroicas, los triunfos militares o las celebraciones de la grandeza nacional. No gustan, por el contrario, las historias sobre pasados infames, que se perciben divisivos o perjudiciales para la mitología nacional. Ni las que cuentan desde otros países sobre nuestra historia, esa leyenda negra, pura propaganda, que siempre quiso rebajar nuestra grandeza.

La mayoría de la gente no está interesada en los debates, las interpretaciones, las respuestas conceptuales o las diferencias metodológicas, sino, por el contrario, en la historia como espectáculo, en la anécdota o en las teorías conspirativas. La historia de las series de televisión o la que le cuentan periodistas y aficionados a la historia, de relato simplificado y novelado.

Hay muchas formas de abordar la historia de España, pero la que suele resaltarse casi siempre es la misma: la que presta la máxima atención a las aventuras de reyes y nobles, a sus pompas, guerras y conquistas. En esas gestas se encuentran el tronco de nuestra historia común, el vínculo uniformador de nuestro pasado más remoto con nuestro presente más actual. Y es esa historia apologética del poder, de sus símbolos e instituciones la que está presente hoy en los dos nacionalismos, el español y el catalán, que han invadido el escenario desde hace meses, dominan las noticias, condicionan la política y obligan a los ciudadanos a tomar partido hasta mancharse. Son historias construidas frente al “otro”. En Cataluña, frente a España; en España, frente a Cataluña, los enemigos de la Patria e inmigrantes.

No es ese tipo de historia, sin embargo, la que enseñan, escriben y divulgan muchos historiadores. La democratización y el surgimiento de la sociedad de masas obligó a los historiadores a cambiar sus discursos y objetos de estudio durante el siglo XX. Fueron muchos los que reclamaron con sus investigaciones una historia que tuviera en cuenta los factores económicos, sociales y culturales. Una historia que dejara de concentrarse en las vidas y acciones de reyes y notables —hoy, las elites nacionalistas— y mostrara interés, por el contrario, en sectores más amplios de la sociedad y en las condiciones bajo las que vivían.

Al desplazar el foco de interés desde las élites o clases dirigentes a las vidas, actividades y experiencias de la mayoría de la población, el estrecho campo de los sujetos históricos abarcado por la historia política tradicional se ensanchó y el estudio del pasado se democratizó. Frente a la historia apologética del poder, utilizada y manipulada para generar una mayor lealtad de los ciudadanos a los dirigentes del Estado, surgió una nueva historia, casi siempre etiquetada como social, enriquecida por los hallazgos de antropólogos, economistas y sociólogos, que escuchaba los ecos de todas las voces marginadas por las historias oficiales.

El sueño de que la buena historia, “la auténtica”, debería ser capaz de superar las diferencias nacionales no es nuevo. Ya en las últimas décadas del siglo XIX, la mayoría de los grupos cultos de Europa occidental poseían un sentido del tiempo universal adaptado a la nueva era del imperialismo. Ese sentido del tiempo le dio a Occidente una misión civilizadora basada en la modernización, en la idea de que todo el mundo acabaría como sus países más representativos, en un progreso en el que la libertad y la igualdad legal triunfarían sobre las jerarquías de raza o de clase.

En todos los países capitalistas más avanzados se intentó a partir de ese momento construir una "historia de consenso", una "gran historia" que sirviera para reorientar las tradiciones que vinculaban al pasado con el presente. Lograr eso, sin embargo, no fue nada fácil. A las historias triunfalistas construidas desde arriba, con reyes, batallas, "tambores y trompetas", le salieron desde abajo las divisiones sociales, étnicas, lingüísticas, nacionales, religiosas y de sexo.

Las visiones históricas están sujetas a revisión y cambios con el tiempo, porque la historia no es una mera narración de hechos, vacía de interpretación, sino un análisis del pasado fundamentado en las pruebas disponibles. Para escribirlo, enseñarlo y divulgarlo los historiadores no podemos prestarnos a construir visiones del pasado por encargo, renunciar al análisis riguroso de lo que otros quieren ocultar u olvidar.

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El control del futuro requiere control del pasado y por eso se discute qué versión de él debería prevalecer. Pero el estudio de ese complejo pasado requiere una visión crítica que se lleva mal con una historia que resalte solo los posibles puntos comunes. El consenso y la cultura común los pueden estimular los políticos y gobernantes, seleccionando los acontecimientos y experiencias del pasado, ocultando lo que no les gusta y resaltando los triunfos. Pero la historia es otra cosa.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.Julián Casanova

Vivimos tiempos de nacionalismos. Y eso se refleja en las políticas, en el voto de los ciudadanos, en los medios de comunicación. Y en los libros que mucha gente quiere leer y que otros les dicen que lean. Se nota en los premios de ensayo e historia, en las reseñas de fin de año para destacar los más elogiados por los críticos y aplaudidos por el público.

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