El peor país del mundo para ser mujer

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Pronunciar el nombre de una mujer en público está prohibido en Afganistán. Supone una deshonra grave para la familia. No lo pueden decir ellas, no las puede nombrar nadie. Sus nombres no pueden aparecer ni en las recetas médicas, ni en los certificados de defunción, ni siquiera en sus tumbas. Despojadas de su identidad, anonimizadas, la única forma de llamarlas es en base a la relación que tienen con los hombres: la mujer de, la hija de, la hermana de… ¿Recuerdan El cuento de la criada? Todo lo que imaginó Margaret Atwood en su distopía literaria se convierte en realidad en Afganistán.

Para denunciar este anonimato impuesto, la activista afgana Laleh Osmani inició, hace unos años, una campaña en redes sociales llamada ‘Where is my name?’ que tuvo bastante repercusión. Tanta que hasta el gobierno se planteó modificar la ley de registro civil para que el nombre de la madre apareciese en los certificados de nacimiento. Pero llegó la pandemia. Y luego los talibanes y con ellos un régimen de terror que ha pisoteado, literalmente, los derechos que las mujeres afganas habían conseguido en los últimos 20 años, tras la invasión militar de Estados Unidos. Porque, a pesar de las imposiciones tremendamente machistas en las que han vivido, hay una generación que ha dado importantísimos pasos como estudiar en la universidad. Ahora, juezas, profesoras, periodistas o activistas que trabajaban para conseguir avanzar han sido condenadas a la clandestinidad y están amenazadas de muerte o han tenido que huir dejando atrás toda una vida. ¿Es el peor país para ser una mujer? La pregunta se responde sola. 

Lo cierto es que todo puede ir a peor. Porque cuando parecía que era imposible retroceder más en derechos, y con la macabra coincidencia del tercer aniversario de su llegada al poder, los talibanes han aprobado una ley que prohíbe que a las mujeres se les vea el rostro y que hablen en público. ¿Se imaginan no poder pronunciar una sola palabra fuera de casa? Piensen en esa generación de niñas que hasta hace unos años iba a la escuela, las que estaban a punto de pasar a la universidad, las que ejercían su profesión, las amas de casa. Silenciadas, enterradas en vida. Borradas del mapa, recluidas en sus hogares. Lo que ocurre en Afganistán tiene nombre: es un apartheid de género, como reconoce la ONU, que sucede ante la impasible mirada y abandono de la comunidad internacional, responsable en gran parte de la situación en la que está inmerso el país, tras años de permisividad con gobiernos corruptos y señores de la guerra. 

Que sus voces no se oigan en el espacio público es un paso más en la violencia que los fundamentalistas ejercen sobre las mujeres. Desde que tomaron Kabul han prohibido la educación de las niñas mayores de doce años, han cerrado escuelas y universidades, han restringido su forma de vestir, su acceso a la práctica de deporte e incluso han prohibido la emisión de películas en las que salen actrices. Niñas y adolescentes que no tendrán referentes, que no pueden estudiar ni trabajar. El infierno en la tierra. Seguro que recuerdan la imagen de un talibán borrando el rostro de una mujer en un escaparate que se viralizó hace algunos meses. Se convirtió en un símbolo de la represión que sufren las afganas. Por desgracia, no es sólo una imagen icónica que postear en las redes, es la realidad que sufren millones de mujeres allí.

No dejemos de nombrarlas ni de denunciar el régimen terrorista en el que son obligadas a vivir las afganas. Ignorar su situación es una forma más de legitimar la violencia que los talibanes ejercen sobre ellas

¿Qué será lo siguiente? Es aterrador incluso pensarlo. No nos olvidemos de ellas ni de un país en una situación desesperada, con una crisis económica y humanitaria sin precedentes. Y hagámoslo dejando el paternalismo a un lado, ese que en Occidente nos hace creer que lo que ocurre en Oriente Medio no nos afectará porque nuestras fronteras están separadas por miles de kilómetros. La misoginia, por desgracia, cala y se expande rápido. Ahí tienen la talibanización de Pakistán o la represión contra las mujeres que no quieren llevar velo en Irán. Pero también la de los gobiernos de países como Polonia, Hungría o Italia que ya han emprendido una batalla legal contra los derechos de las mujeres o del colectivo LGTBI.  

'¿Dónde está mi nombre?', preguntaba la campaña que iniciaron las afganas en 2017. No dejemos de nombrarlas ni de denunciar el régimen terrorista en el que son obligadas a vivir. Porque, no lo olviden, ignorar su situación es una forma más de legitimar y perpetuar la violencia que los talibanes ejercen sobre ellas.

Pronunciar el nombre de una mujer en público está prohibido en Afganistán. Supone una deshonra grave para la familia. No lo pueden decir ellas, no las puede nombrar nadie. Sus nombres no pueden aparecer ni en las recetas médicas, ni en los certificados de defunción, ni siquiera en sus tumbas. Despojadas de su identidad, anonimizadas, la única forma de llamarlas es en base a la relación que tienen con los hombres: la mujer de, la hija de, la hermana de… ¿Recuerdan El cuento de la criada? Todo lo que imaginó Margaret Atwood en su distopía literaria se convierte en realidad en Afganistán.

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