Comercio de barrio: olvido, traición y guerra fratricida

Lucía Mbomío

A veces, las redes pueden ser útiles para difundir ciertos mensajes que no siempre se abordan a las claras aunque pululen a diario hasta en el aire que respiramos. O puede que sea por eso. Algo así como una bruma perpetua que nos hacer ver borroso lo que tenemos delante pero de cuya presencia ni hablamos, ya que nos hemos acostumbrado a la falta de definición y, en algunos casos, incluso a vivir, cómodamente, entre tinieblas.

Cuando esos mensajes se convierten en vídeos o en memes, se transforman en conversación y, entonces, les ponemos cara o sitio o nombre o las tres cosas. Se genera debate o, cuanto menos, chascarrillo.

Esto lo digo porque el otro día me llegó un vídeo de Álvaro Casares, uno de esos tipos que me caen bien en esa tela de araña que es Instagram, y la nostalgia provocó que se me arrugara el pecho y, con él, lo que está dentro. Casares hablaba, con un deje periférico y un mundo noventero y dosmilero con el que me identifico, de las bondades del comercio de barrio. Nada nuevo, quizá; sin embargo, con su creatividad y su gracejo, brindaba la oportunidad a todas las personas que le ven de recordar que son muchas. Paso a citar algunas:

En esos locales todavía se pide la vez, algo en desuso en esta época de máquina que expide papelito o de self service, y eso requiere cierta interacción con las personas que están alrededor y una espera. En el entretanto no digo que se estrechen lazos, se creen parejas o se retomen amistades del colegio, que podría ser, ojo, ahora bien, sí hay tiempo para breves desahogos sobre los asuntos de actualidad. Y vale todo porque qué cara está la luz esta semana, qué vamos a preparar en la cena de Nochebuena, qué dolor la dana y hay que parar el genocidio de Israel.

Hasta que te toca el turno, además de charlar, puedes observar muchas cosas. A Álvaro le llamaban la atención las manualidades made in la tendera o el tendero. Cuántas he visto y cómo molan. Desde las más curradas hasta las impresiones en color con tipografía en Arial 22 acompañando, por ejemplo, a una imagen de las ovejas del pueblo en el que se hace el queso ese con pintón que tienes delante. O del apicultor que hace el gesto de la victoria con los dedos enguantados responsable de esa miel que sueles comprar porque te sabe a gloria. Es que esa es otra, sabes de dónde vienen las cosas y la calidad es fetén.

Es impresionante cómo los discursos de mierda xenófobos han calado y logrado que haya una parte de la sociedad que piense que la culpa de sus males la tienen quienes están igual o peor

Y, en mitad de esa exploración del entorno, te toca y la atención es de diez: si dudas, te aconsejan, si sabes lo que quieres pero no cómo prepararlo, te comparten la receta (ya no) secreta de la familia y si no tienes ni idea de las cantidades, te ayudan para que ni sobre ni falte. Como, encima, residas en tu barrio de toda la vida y la persona que te está atendiendo te haya visto crecer y/o envejecer y, precisamente por eso, le hayas dicho alguna vez eso de “luego te lo paga mi madre”, os comunicaréis sin palabras: levantará la barbilla, como queriendo decir “qué va a ser”, tú asentirás y con eso bastará para que te ponga lo de siempre. Así van las cosas en ciertos sitios. Y qué bonito.

Eso, refiriéndonos a la comida, pero es aplicable a la papelería, a la farmacia, al bar de al lado con las mejores tortillas de patata del universo, al establecimiento en donde has enmarcado todos los cuadros de tu casa, a la droguería o a la ferretería que está a un par de manzanas.

Lo cierto es que, volviendo a la publicación de Casares, las respuestas me resultaron del todo esperanzadoras. Un montón de gente señalaba lo importante que era apoyar esos locales de toda la vida, por lealtad, porque los conoces, para que no caiga en el olvido su saber hacer, porque te gustan y con el fin de que el barrio no muera o se convierta en un cementerio de locales con el cartel de “se traspasa”, o en viviendas sin cambio de uso o, peor, salas de juego.

No obstante, en mitad de todos esos comentarios hubo unos cuantos que llamaron mi atención: los de aquellas personas que culpaban no a nuestras jornadas laborales eternas que provocan que traicionemos las costumbres saludables y que lleguemos tardísimo a casa, cuando las tiendas ya están cerradas, ni tampoco a las grandes superficies y los supermercados que abren hasta las diez, incluidos los domingos. No. Responsabilizaban a los bazares regentados por personas chinas y a las fruterías de marroquíes. Como buena reactiva, o infantil o ingenua que cree que las redes sociales son un espacio para debatir, me dio por buscar datos y resulta que, según la agencia EFE, en 2022, las ventas minoristas de alimentación disminuyeron el 2,5% y, por el contrario, la superficie comercial de productos de gran consumo creció el 13% de 2008 a 2022. Por supuesto, los números no sirvieron. Es más, hay quien para rebatirme se sirvió de bulos, como el de que los chinos no suman nada a la economía del país ya que no pagan impuestos.

Es impresionante cómo los discursos de mierda xenófobos que parten de partidos, youtubers o tiktokers (también de mierda) han calado y logrado que haya una parte de la sociedad que piense que la culpa de sus males la tienen quienes están igual o peor, que jamás miran arriba para exigir cuentas, que consideran que pequeño comercio es una cosa y pequeño comercio llevado por no españoles otra. Qué pena y qué rabia y qué miedo lo que viene si no redirigimos esa mirada, si continuamos a gusto cuando nos aplastan, siempre y cuando la persona que lo haga sea blanca y de aquí.  

A veces, las redes pueden ser útiles para difundir ciertos mensajes que no siempre se abordan a las claras aunque pululen a diario hasta en el aire que respiramos. O puede que sea por eso. Algo así como una bruma perpetua que nos hacer ver borroso lo que tenemos delante pero de cuya presencia ni hablamos, ya que nos hemos acostumbrado a la falta de definición y, en algunos casos, incluso a vivir, cómodamente, entre tinieblas.

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