Pidió hace unos días el gobierno de Isabel Díaz Ayuso a los rectores de las universidades españolas que dejaran la política fuera de las aulas. Lo hizo después de que la facultad de Sociología de la Complutense pidiera al rectorado que cortara relaciones con el Banco Santander por financiar la industria fósil y armamentística implicada en el genocidio de Gaza.
Al ejecutivo de Madrid no le ha gustado el despertar de parte de la comunidad universitaria española que, contagiada por la ola reivindicativa que atraviesa Estados Unidos, ha decidido acampar en los campus para pedir la ruptura con Israel. Las protestas norteamericanas son las mayores manifestaciones antibélicas que se producen desde la guerra de Vietnam en 1968. Estudiantes, profesores y activistas se han plantado para exigir a sus universidades que renuncien a los vínculos económicos con Israel. Un país que, desde que comenzó la invasión a Gaza, carga a su espalda la vergonzosa cifra de 35.000 palestinos muertos, de los que el 70% son mujeres y niños y niñas. No sólo eso: más de 2 millones están en crisis alimentaria. No tienen acceso a luz, agua o comida.
Los rectores españoles se han puesto de lado del alumnado apoyando sus reivindicaciones. La ONU ha aprobado por una gran mayoría que Palestina sea miembro de pleno derecho y España y otros países de la Unión Europea estudian reconocer el 21 de mayo el Estado Palestino. Pero al gobierno de Ayuso no le gustan las acampadas de estudiantes porque dice que hay que dejar la política fuera de las aulas. La frase es una contradicción. ¿Cómo dejar fuera de clase la política cuando la propia universidad es en sí un espacio de reflexión política?
Parece ser una estrategia a la que se ha abonado la derecha: confundir el interés público con el interés del partido. La política con el partidismo. Política hay en casa, en la familia y en la calle. En nuestros barrios. Manosear el término denota el desprecio por una sociedad civil autónoma del poder que se organiza y protesta
Ocurrió también con las manifestaciones en favor de la sanidad pública del año pasado. Algunos dirigentes populares corrieron a afirmar que las protestas ocultaban un conflicto político y no sanitario. Es imposible separar un aspecto del otro. ¿Alguien duda de la ideología que se esconde tras la decisión de desmantelar la atención primaria, privatizar hospitales o favorecer conciertos con grandes grupos empresariales?
Parece ser una estrategia a la que se ha abonado la derecha: confundir el interés público con el interés del partido, la política con el partidismo. Política hay en la familia, en casa y en la calle. En nuestros barrios. Cuando reciclamos, firmamos una petición o ponemos una reclamación en el centro de salud. Lo personal —lleva décadas recordando el feminismo— también es político. Manosear el término de esta forma denota el desprecio por una sociedad civil autónoma del poder que se organiza y protesta. Es una forma de resignificar los temas y los términos: si ya no sirve, le dan otro sentido, se lo apropian e intentan rentabilizarlo electoralmente. Vayan dos ejemplos recientes.
El primero, en Euskadi. A pesar de que el PP lleva ya un tiempo largo usando a ETA y sus víctimas de forma partidista, la pasada campaña electoral vasca estuvo focalizada —la banda terrorista no entró en agenda hasta la recta final cuando el líder de Bildu se negó a calificarla como tal— en las verdaderas preocupaciones de los vascos y vascas: el empleo, la vivienda o la sanidad. En eso se centraron los mensajes que lanzaron candidatos y candidatas. ¿Había interés partidista en esas propuestas? Evidentemente, pero eso es hacer política.
El segundo ejemplo está en Cataluña, donde la derecha también ha querido rentabilizar la política de convivencia, un quebradero de cabeza durante la última década. La ley de amnistía ha sido el arma hiperbólica y arrojadiza que el PP ha usado para tratar de deslegitimar al Gobierno desde que este la presentó, pero durante la campaña pasó a ocupar un segundo plano en mítines y debates. La victoria del PSC de Salvador Illa, con propuestas centradas en "las cosas del comer" y la aritmética electoral post 12M tienen distintas lecturas, pero una de ellas es que buena parte de la ciudadanía ha enterrado el procés (a pesar de que Feijóo se empeñe en resucitarlo) y lo demuestra cuando acude a las urnas.
Por eso, que nadie nos pida que dejemos la política fuera de clase, como hizo el gobierno de Ayuso. Condenar o no el genocidio en Gaza, defender o no la sanidad pública o saber leer o no las desigualdades que agrietan y preocupan a la sociedad en cada momento son cuestiones políticas. También lo son no tomar partido o hacerlo de forma equidistante. Alejadas del mundo al que deberíamos aspirar, pero posturas políticas.
Pidió hace unos días el gobierno de Isabel Díaz Ayuso a los rectores de las universidades españolas que dejaran la política fuera de las aulas. Lo hizo después de que la facultad de Sociología de la Complutense pidiera al rectorado que cortara relaciones con el Banco Santander por financiar la industria fósil y armamentística implicada en el genocidio de Gaza.