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Amnistiar al franquismo se llama reconciliación nacional; amnistiar a Puigdemont se llama romper España

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En España deberíamos saber mucho de amnistías, porque nuestra democracia se asienta sobre la que se le dio a la dictadura, aunque fuera de tapadillo y aprovechando el asunto de la reconciliación nacional. Gracias a ella, ninguno de los capitostes ni torturadores del franquismo pagó por sus actos y sólo muy recientemente se le retiraron los honores y prebendas de los que disfrutó toda su vida a personajes siniestros como el tristemente célebre José Antonio González Pacheco, alias Billy el niño, el represor más temido de la Dirección General de Seguridad, que hizo de verdugo en la Puerta del Sol y de honrado miembro de las fuerzas de seguridad tras la muerte del genocida. La derecha de entonces, la Alianza Popular del ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, aquel hombre de las mil caras y las siete vidas políticas, famoso por la frase “la calle es mía”, no dijo entonces ni pío, tal vez por la cuenta que le tenía, y la impunidad de tanto criminal le pareció justa y necesaria.

Sin embargo, las contemplaciones y deseos de olvido y perdón que tuvieron entonces, y han mantenido intactas durante casi cinco décadas, con los sediciosos de 1936 y sus treinta y ocho años de muerte y represión, se convierten ahora en clamor y rasgaduras de camisa ante la posibilidad de que los líderes del procés que siguen sin rendir cuentas de sus actos a la justicia sean perdonados. Al parecer los verdaderos golpes de Estado les alarman menos que sus simulaciones, que en el caso de Cataluña dieron lugar a una declaración de independencia de unos segundos. Por no mencionar que fue a ellos, a un Gobierno del Partido Popular, a quienes les pusieron las urnas, les montaron un referéndum y se les escapó Puigdemont a Bruselas en el maletero de un coche. “No fue a Rajoy a quien se le marchó, fue a la policía”, dicen quienes lo justifican todo cuando se trata de los que les representan y nada cuando los contratiempos o desgracias les suceden a los rivales ideológicos. Lo bueno de ir por un carril es que te dan igual las rectas que las curvas.

El campeón de los gritos contra la medida de gracia que se ve venir es el ex presidente José María Aznar, el mismo que negoció con ETA y aseguró que sería generoso con los terroristas si dejaban las armas; y el mismo que en su época al mando dio más indultos que nadie, casi seis mil –en concreto 5.948–, entre ellos a varios miembros de la banda armada Terra LLiure, esto último claramente a cambio del apoyo de Jordi Pujol. Algunos políticos de aquel momento afirman que su sucesor, Mariano Rajoy, también le ofreció a Puigdemont irse de rositas del referéndum ilegal del 1 de octubre si disolvía el Parlament y llamaba a las urnas. La portada del diario ABC del día 19 de ese mismo mes recogía la iniciativa: “Rajoy ofrece “amnistía” a cambio de elecciones legales.” El artículo del periódico lo explicaba sin dejar mucho lugar a las medias tintas: “El Ejecutivo deslizó en el Congreso de los Diputados una posible salida que permitiría a Puigdemont quedar indemne, al menos desde el punto de vista político, de su golpe a la democracia: si convoca elecciones autonómicas de forma legal y al amparo de la ley Orgánica del Régimen Electoral General y siempre que no haya declaración unilateral de independencia, el Gobierno podría suspender la aplicación del artículo 155 de la Constitución.” No quiero, no quiero, pero echadme en el sombrero, dice el refrán.

El problema de la amnistía a lo poco que queda de los líderes del procés no es el qué, sino el cuándo

El tercer líder, por ahora, en la línea sucesoria del Partido Popular, Núñez Feijóo, también ha dado un paso adelante y otro atrás, como los tiradores de baloncesto cuando iban a lanzar una canasta de dos puntos y en el último instante se arrepienten y deciden hacerlo de tres; y si hace unos días se mostraba más que dispuesto a negociar con el propio Puigdemont, ahora que ve que lo de su investidura es una quimera ha regresado al discurso de siempre: a los independentistas ni agua. Y ahí se quedará, como la lechuga mustia en medio de un bocadillo, entre Ayuso, que lo llama “bisoño”, y Aznar, que lo mira como a todo el mundo: por encima del hombro.

El problema de la amnistía a lo poco que queda de los líderes del procés no es el qué, sino el cuándo. Que se produzca algún tipo de clemencia con ellos de beneficiarios, cuando las penas impuestas son para tantos excesivas o están acentuadas por el deseo de castigar delitos que realmente no cometieron de acuerdo a nuestras propias leyes, como el de rebelión, se puede discutir y se puede entender. Otra cosa es la razón, que en estos momentos parece muy clara: ofrecerlo a cambio de la investidura de Pedro Sánchez, algo que es poco edificante y que, por añadidura, le da herramientas y argumentos extraordinarios a sus rivales. El actual y seguramente futuro presidente haría bien en encontrar el modo de desvincular una cosa de la otra, lo que resultará difícil estando de por medio Puigdemont, al que han vuelto a resucitar políticamente.

En España deberíamos saber mucho de amnistías, porque nuestra democracia se asienta sobre la que se le dio a la dictadura, aunque fuera de tapadillo y aprovechando el asunto de la reconciliación nacional. Gracias a ella, ninguno de los capitostes ni torturadores del franquismo pagó por sus actos y sólo muy recientemente se le retiraron los honores y prebendas de los que disfrutó toda su vida a personajes siniestros como el tristemente célebre José Antonio González Pacheco, alias Billy el niño, el represor más temido de la Dirección General de Seguridad, que hizo de verdugo en la Puerta del Sol y de honrado miembro de las fuerzas de seguridad tras la muerte del genocida. La derecha de entonces, la Alianza Popular del ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, aquel hombre de las mil caras y las siete vidas políticas, famoso por la frase “la calle es mía”, no dijo entonces ni pío, tal vez por la cuenta que le tenía, y la impunidad de tanto criminal le pareció justa y necesaria.

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