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Los que resisten nos hunden

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Si en menos de dos meses hubieran sido relevados los directores de The New York Times, The Washington Post y The Wall Street Journal, y esos ceses conllevaran un giro en la línea editorial de cada medio a favor de la Casa Blanca, resulta fácil imaginar el escándalo político que se habría producido en Estados Unidos. Lo mismo se puede pensar si cayeran en Francia en pocas semanas los responsables de Le Figaro, Le Monde y Liberation, por ejemplo, y tras los relevos se percibiera la mano del Elíseo. El debate intelectual, político, universitario... estaría garantizado.

En España no es que seamos diferentes (como presumía aquel eslogan del difunto Manuel Fraga), sino que los poderes que manejan las plataformas de masas procuran entretenernos siempre con asuntos más ruidosos aunque de menor enjundia. Sin ir más lejos, el pasado martes se hizo eco The New York Times de la sustitución de Javier Moreno por Antonio Caño en la dirección de El País, y recordó la reciente caída de Pedro J. Ramírez al frente de El Mundo y su denuncia de que “el Gobierno y las poderosas instituciones económicas están aprovechando la crisis del modelo de negocio y la debilidad de los periódicos para tratar de controlar más y más la información”; y el rotativo neoyorquino informó también de que La Vanguardia ha “moderado su posición” de apoyo al movimiento independentista en Cataluña desde el relevo en diciembre de José Antich por Màrius Carol.

Esa información del NYT (como las de otros medios internacionales) podría haber generado comentarios preocupados en las tertulias nacionales, puesto que es obvio que afecta de lleno a la llamada 'Marca España' el hecho de que por ahí se percaten de que la democracia española es tan débil que ni siquiera cuenta con medios de comunicación independientes. Pero no, el tema que llenó minutos y hasta horas en los medios españoles fue otra nota de The New York Times por esos mismos días: la que criticaba que en España sigamos cenando a las diez de la noche, viendo la tele hasta la madrugada y durmiendo la siesta. Esa sí que desató una ola de indignación mediática.

motivos de los relevos

Desde diciembre, se han ido produciendo cambios en la dirección de La Vanguardia, de El Mundo y de El País, por motivos distintos pero idénticos. Y no es una paradoja. Son idénticos en lo que se refiere a la crisis de un modelo industrial (el de la prensa de papel) que sigue agonizando sin una respuesta eficaz que contenga la sangría de ingresos publicitarios y la caída en las ventas de ejemplares. Ninguna de las grandes cabeceras ha conseguido abordar con éxito hasta el momento la revolución digital y la transformación de los hábitos de los lectores. Tampoco ha habido un análisis autocrítico sobre los enormes méritos de los propios medios por decepcionar y hasta encabronar a sus lectores. No es casual que los propios cambios producidos en esas direcciones de medios hayan sido difundidos antes y con más detalle por otros medios digitales que por los periódicos que los protagonizaban.

Esa crisis de modelo de negocio no es suficiente para explicar lo ocurrido. Si esos medios estuviesen en beneficios, sus empresas sostendrían seguramente a sus directores, pero las pérdidas multimillonarias (de volumen muy diferente en cada caso) no corresponden a estos últimos dos meses. El problema viene de lejos. Lo que resulta más reciente es la galopante irritación de la casa real, de Moncloa y de los poderes económicos con una línea editorial de La Vanguardia complaciente y hasta cómplice con la deriva soberanista del nacionalismo catalán conservador al que siempre ha representado, y no suficientemente aduladora con una familia real a la que siempre ha rendido pleitesía. Lo que resulta más reciente es la ruptura del Gobierno de Mariano Rajoy con Pedro J. Ramírez (el mismo influyente director que pidió desde El Mundo el voto para el Partido Popular en las últimas elecciones) tras la publicación de los SMS del presidente a su entonces amigo Luis Bárcenas, entre otras investigaciones sobre la corrupción en el PP.

Lo de El País es un caso aparte, pero un gran caso. Comparte el problema de la crisis de modelo industrial, y además representa una crisis mucho más profunda: la de una forma de concebir la democracia y el ejercicio del poder. La aparición de El País representó en mayo de 1976 una apuesta generacional e ideológica por la democracia, por los valores progresistas y por una prensa de calidad que contribuyera a la construcción de un país moderno, capaz de liberarse de la caspa y los miedos tras casi cuarenta años de dictadura. Ha sido un gran periódico y un gran símbolo.

'Camino de perdición'

No es fácil ponerle fecha concreta a “cuándo se jodió el Perú” de El País, como diría su ilustre colaborador Mario Vargas Llosa, pero seguramente tiene todo que ver con el momento en que se plantea dejar de ser “solo” un periódico (el principal periódico de España) para convertirse en un mastodonte de la comunicación, un gran negocio por encima de todo. Hace ya muchos años que se percibe una mayor cercanía del diario a los poderes (políticos y económicos) que a los intereses de los lectores identificados con sus principios editoriales. Por el camino falleció su editor, Jesús Polanco, y también quien parecía destinada y capacitada para tomar el relevo, Isabel Polanco; y tuvo que salir del grupo Javier Díez de Polanco, quizás quien mejor conocía la casa y sus fundamentos. Los herederos que continúan no se han cansado de ir perdiendo cuota de poder en la empresa.

Lo cierto es que solo hay un nombre que se mantiene al frente desde 1976, primero como el director que fundó y elevó El País a todos los altares, y después como el ejecutivo que mantenía el mando interno y las relaciones con los poderes políticos y económicos. En El País ha habido cinco directores y un solo dios verdadero: Juan Luis CebriánEl País. Ha ejercido como tal durante 38 años, y ha ido despidiendo periodistas a los que explicaba que a partir de los cincuenta hay que ceder el relevo a nuevas generaciones. Cumplirá en octubre setenta años, y parece que negocia su continuidad por otros cinco, siempre a cambio de millonarios emolumentos.

Cebrián personifica ese “camino de perdición” de la cabecera que preside. El éxito de El País fue representar la libertad, la aventura democrática, la excelencia y el progreso, en un país en el que entre el centro y la ultraderecha siempre han convivido decenas de periódicos, con un desierto sahariano por la izquierda, donde cualquier otro intento de hacer periodismo enseguida era torpedeado por tierra, mar y aire. En todas las encuestas del CIS, cuando se pide a la gente su autorretrato ideológico, en torno a un 40% de los españoles se ubica en la izquierda, pero en el terreno mediático siempre se ha rechazado que haya “espacio” para varias opciones. No convenía debilitar al imperio.

La receta del poder 

Más allá del componente industrial de la crisis y la obviedad de que toda empresa privada (y pública) tiene el derecho (y la obligación) de cambiar de timonel cuando las cosas van mal, lo que sorprende en el caso del grupo Prisa es que las cosas van de mal en peor con un mismo timonel que no se cansa ni de cambiar a sus segundos ni de incorporar fondos buitre al accionariado. Hay que huir hacia adelante, importa menos si se va en dirección a Estados Unidos, a México, a Brasil, a Colombia o a Catar. Está a punto de producirse ahora la venta de Digital +, para reducir una deuda multimillonaria que ya ha dejado el 20% del capital del grupo en manos de tres de los 28 bancos acreedores, que se convierten así en sus principales accionistas.

En los números rojos de la empresa cabe la explicación de las letras cada día más azuladas del periódico. Cebrián ha negado que el cambio en la dirección, anunciado para el 4 de mayo después de la surrealista historia del 'informe Caño', responda a la intención de acercar (aún más) la línea editorial a las posiciones del Gobierno de Rajoy. De hecho, cuando se le pregunta en privado, el presidente de El País suele explicar que realmente el diario nunca ha sido de izquierdas, de modo que no hay ninguna traición en el hecho de desplegar amabilidades con quien está en el poder, ya fueran sus reconocidos amigos Felipe González o Alfredo Pérez Rubalcaba o ahora Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría. Nunca hubo química con Aznar (choque de vanidades) y menos aún (si cabe) con Zapatero, a quien Cebrián despreciaba sin disimulos.

Juan Luis Cebrián parece haberse tomado muy en serio la manoseada máxima del Nobel Cela: “En España, el que resiste gana”. Es una habilidad que parece unir perfiles aparentemente muy variados. De hecho es la que permitió a Rajoy superar dos derrotas electorales y llegar a la Moncloa, y quién sabe si Rubalcaba continuará aplicándosela a sí mismo (digan lo que digan las encuestas) si las elecciones europeas no se le dan al PSOE del todo mal.

No hace falta consultar The New York Times para advertir que a Rajoy (por acción, por omisión o por ambas cosas) se le va dibujando un mapa mediático 'a la gallega', el que tan bien conoció en los tiempos de Manuel Fraga y José Cuiña, y que viene a consistir en hacer realidad lo que últimamente proclama María Dolores de Cospedal: “El PP o la nada”. Gracias a la conjunción de los errores cometidos ante la revolución digital, la crisis económica y la resistencia de los que siempre ganan aunque todos pierdan, hay bofetadas en los quioscos por adular al Gobierno y recibir publicidad institucional.

¿Y qué hay de la pluralidad, de la calidad democrática, de la importancia crucial de una prensa independiente para garantizar el control de los ciudadanos sobre los poderes políticos y económicos? Pensará el lector que uno arrima el ascua a su (humilde) sardina, y puede que tenga razón. Pero es lo que hay: hace mucha falta el periodismo independiente y sostenible, que no es lo mismo que equidistante.

Si en menos de dos meses hubieran sido relevados los directores de The New York Times, The Washington Post y The Wall Street Journal, y esos ceses conllevaran un giro en la línea editorial de cada medio a favor de la Casa Blanca, resulta fácil imaginar el escándalo político que se habría producido en Estados Unidos. Lo mismo se puede pensar si cayeran en Francia en pocas semanas los responsables de Le Figaro, Le Monde y Liberation, por ejemplo, y tras los relevos se percibiera la mano del Elíseo. El debate intelectual, político, universitario... estaría garantizado.

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