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Con mucho más que respeto a don Baltasar Garzón

Miguel Pasquau Liaño

Apreciado D. Baltasar Garzón:

La afirmación que literalmente hice en una inteligente entrevista de Ángel Munárriz, y que se convirtió en titular de la misma (“El juez Garzón habría condenado al Juez Garzón”), ha merecido una magnífica respuesta por su parte (Garzón nunca habría podido condenar a Garzón), que le agradezco, entre otras cosas por el tono exquisitamente respetuoso y por la franqueza de sus planteamientos. Entenderá usted, y entenderán los lectores de infoLibre, que no pueda resistir la tentación de alargar en un turno más (prometo no reincidir) este coloquio: no es tanto para insistir en mi planteamiento ni para rebatir el suyo, sino más bien para dar alguna explicación sobre el significado de aquella respuesta acaso excesiva.

1. La sospecha de una persecución

Cuando tuve noticia de que se iniciaron tres causas casi simultáneamente contra usted, no pude evitar pensar que quizás alguien o algunos habían puesto en usted su “punto de mira”. Se produjo entonces una notoria controversia entre juristas y ciudadanos, que no estuvo exenta de prejuicios: algunos se alegraron, más en privado que en público, en la confianza de que por alguna de las causas usted sería abatido (como segundo acto de la cacería a que se vio sometido el ministro Bermejo); otros se preocuparon y temieron estar asistiendo a una caza de bruja. Yo me encontraba, lo digo francamente, en el segundo grupo, porque tenía, como tengo, un alto concepto de su labor como Juez de Instrucción en la Audiencia Nacional, y porque siempre defendí (también en un par de artículos de opinión publicados en el diario Ideal de Granada) lo importante que es que puedan existir jueces “incómodos” como usted, con cierto punto de audacia: probablemente si no es por usted, o por alguien como usted, en España no estaríamos vacunados contra el terrorismo de Estado como lo estamos gracias al caso Segundo Marey.

2. Lo que discutíamos mientras a usted se le juzgaba

Respecto de las escuchas a abogados de los imputados en el caso Gürtel, recuerdo una larga conversación con mi amigo y profesor de Teoría General del Derecho, José Luis Serrano (de la que por desgracia ya no puede dar su versión), en la que concluimos que todo acabaría en archivo o absolución, por algo en lo que estábamos de acuerdo: si en el mismo proceso se habían expresado opiniones jurídicas contradictorias sobre la validez o nulidad de su resolución, ello excluía “por hipótesis” la prevaricación, por cuanto ésta sólo se produce si la decisión no está apoyada en ninguna interpretación jurídicamente defendible, y ya se había “constatado” que existían interpretaciones en línea con la suya.

Leí, sin embargo, los autos que salvaban ese argumento, y me hicieron dudar: en síntesis, se dijo que la existencia de argumentos “defendibles” a favor de sus decisiones no es un “hecho” a constatar, sino un aspecto jurídico valorativo que corresponde hacer al tribunal. Es decir: el hecho de que otros juristas (o fiscales, o magistrados) no hubiesen discrepado de usted no significa que estuviese basada en una interpretación defendible de la norma jurídica. Conoce usted bien esta controversia doctrinal, que a mí me resultó interesante.

La causa avanzó, con cierta sorpresa por mi parte, y se abrió juicio oral: digo que me sorprendió porque, acostumbrado a instruir o juzgar asuntos de prevaricación judicial, imaginé un archivo basado en el argumento de que aunque la resolución fuera antijurídica, no era prevaricadora, sino simplemente nula.

Finalmente, tras el juicio, usted fue condenado. Yo no me alegré. Al contrario: tengo interés en decirle que me indignó la alegría de algunos, que no se debía (en mi impresión) a razones únicamente jurídicas.

Leí la sentencia, sin más ayuda que la propia sentencia: en efecto, no conocía apenas nada más que lo que la sentencia exponía como hechos probados. Así es como, una y otra vez, valoramos las sentencias que leemos: ignoramos el contexto, y nos fijamos en la coherencia de sus razonamientos. Es obvio que quienes han sido parte del proceso tienen, en cambio, derecho a reincorporar todo aquello que quedó fuera, y hace usted muy bien en recordarlo en su artículo.

Llevamos la sentencia a discusión a un Foro de Jurisprudencia que tengo el honor de dirigir desde hace años en Granada, en el que abogados, jueces y profesores comentamos y discutimos sobre resoluciones judiciales de especial interés. Recuerdo el altísimo nivel de la discusión técnica en aquella reunión del Foro. Recuerdo también que la opinión del ponente fue mayoritariamente (no unánimemente) refrendada: en síntesis, esa opinión era la siguiente: 1º) que la intervención de las conversaciones de los imputados en prisión con sus abogados, tal y como vino acordada, vulneraba el derecho de defensa; y 2º) que si usted adoptó esa medida con conciencia de esa transgresión, o incluso desentendiéndose de si era o no jurídicamente defendible, la conducta podía calificarse como prevaricadora.

Entenderá usted que quienes allí debatíamos no podíamos saber si usted era consciente de la vulneración, o si estaba confiado en que podía hacer lo que hizo. Esto ocurre cada vez que debe valorarse el elemento subjetivo de la prevaricación. La sentencia ofrecía argumentos a favor de considerar la existencia de dolo que, en sí mismos, no eran arbitrarios. En atención a todo eso, recuerdo cuál fue mi conclusión de aquella reunión del Foro: “El juez Garzón probablemente habría condenado al juez Garzón”. De ahí viene el famoso titular.

3. Pero, ¿qué significa esa frase?

Naturalmente, no significa que usted hubiese sentenciado contra sí mismo. Esto, permítame, es lo único “prescindible” de su magnífico artículo: claro que no habría podido condenarse (¡ni tampoco absolverse!), porque en las causas sobre uno mismo, el juez debe abstenerse. Demasiado obvio. Lo que significa esa frase es que el juez Garzón que yo apreciaba se habría puesto de parte de las garantías del imputado. Es fácil comprender que el sujeto de la frase (el juez Garzón) estaba recibiendo una alabanza, pese a la condena que ya había recibido el complemento directo (el juez Garzón).

Debo no obstante reconocer que en mi apreciación hay un salto, quizás imprudente, que a usted ha podido dolerle y parecerle injusto: el de partir de que usted “sabía” que no podía hacer lo que hizo. Puede usted interpretar esto como una rectificación de mi respuesta al entrevistador, sobre la que insistiré al final de este artículo. La imprudencia sólo está mitigada porque esto fue lo que valoraron siete magistrados del Tribunal Supremo (sean cuales fueran) de quienes no podía presumir un unánime prejuicio prevaricador contra usted. Esto, a cambio, también debería entenderlo usted: ¿se da cuenta de que en la “novela” que me propone aparecerían siete jueces prevaricadores?

¿Por qué llegamos muchos de los asistentes al foro a la conclusión de que la intervención telefónica vulneraba el derecho de defensa? ¿Fue por un prejuicio de animadversión? Procuraré ser lo más breve posible, aunque ello comporte dejar de lado algunos matices importantes. Recordemos que D. Baltasar Garzón acordó intervenir, mediante aparatos de escucha y grabación, todas las conversaciones privadas que los imputados en la causa, en situación de prisión provisional, tuviesen con cualquier abogado, incluidos los personados en la causa para su defensa y los que pudieran personarse con posterioridad, estuvieran o no mencionados en los informes policiales como sospechosos. La justificación venía de un informe policial en el que se sospechaba que algunos de los abogados (sin especificar quiénes) podían estar haciendo de enlace entre los imputados y el exterior, a fin de continuar sus actividades delictivas. D. Baltasar Garzón quiso conocer ese extremo, y acordó tal medida (sin exponer los indicios que la habrían motivado). El problema es que, tal y como venía acordada,necesariamente comportaba una merma definitiva e insuperable del derecho de defensanecesariamente, porque dentro de éste hay un núcleo mínimo, que es el de entrevistarse en privado con su abogado y hablar con él estando en la absoluta confianza de que no está siendo escuchado ni por la policía ni ¡por el juez que le está investigando! En esa conversación reservada el imputado puede atribuirse hechos que le incriminan, puede revelar datos que le interese permanezcan ocultos para no ser utilizados en su contra, pueden establecerse estrategias de defensa de las que el juez instructor no puede tener noticia alguna, pues de tenerlas, aun siendo involuntariamente, es claro que debería abstenerse de inmediato, sin que sea suficiente con no transcribirlas (eso sí sería una causa de abstención, creo, y no el haber sido instructor del mismo investigado en otras causas o por otros hechos completamente independientes).

Esto es tan importante que ha de prevalecer incluso frente al explicable deseo de conocer la realidad y evitar la continuación de la actividad delictiva. Sólo hay una excepción, expresamente señalada por la Ley: la investigación de los delitos por terrorismo. En mi opinión ni siquiera debía ser excepción el que existan no sospechas, sino indicios serios (que en todo caso habrían de enumerarse de manera clara) de que el abogado, además de defensor del imputado, es también cómplice o cooperador del mismo delito: en tales casos, entiendo, lo que el juez instructor debe hacer es imputar inmediatamente al abogado, pero no dejarlo seguir ejerciendo su defensa y escuchar sus conversaciones con el defendido, aunque luego, una vez conocidas, acuerde que no sean transcritas ni incorporadas a la causa: el daño está ya hecho. Por cierto: tiene usted razón en que la nueva y para mí criticable redacción del artículo 118.4.III LECrim se acerca más a sus tesis que a esta última reserva que yo hago, y entiendo su perplejidad, si bien no me apeo de mi opinión de que ese nuevo artículo, aunque haría más difícil calificar como prevaricación la decisión por la que se le condenó, debería ser interpretada de manera restrictiva, por los argumentos que antes he expuesto.

4. Puestos a imaginar novelas

Insisto, el ansia de investigación del delito no puede justificar semejante gravamen sobre el derecho defensa. Quizás lo entenderíamos mejor si imaginamos (pero entonces ya volvemos otra vez al ámbito de las novelas…) que el investigado es una persona a la que apreciamos (no un mafioso corrupto, sino, por ejemplo, un activista pro derechos humanos enfrentado a una trama corrupta de poder) y el juez no es una persona apreciada (como usted lo es por muchos colegas y ciudadanos), sino alguien de quien tuviéramos sospechas de servilismo a ese poder. ¿Qué diríamos si este juez servil decide escuchar la conversación del activista pro derechos humanos en prisión preventiva con su abogado, simplemente sobre la base de que la policía le dice que está colaborando, fuera de la cárcel, con el imputado? Si no vale en un caso, no puede valer en ningún otro: salvo, por expresa disposición legal (que ha de interpretarse restrictivamente) en caso de terrorismo.

5. Algo parecido a una rectificación

La proyección de lo razonado sobre el caso concreto que acabó con su condena, podría tropezar con objeciones y argumentos que darían para una discusión muy interesante. Lo más probable es que ese debate lo ganara usted, porque ha sido y seguiría siendo mejor juez y más útil que yo, y lo digo sin falsa modestia. Pero sí he querido explicar que el contexto desde el que di la respuesta que se convirtió en titular no es, en absoluto, un contexto de animadversión hacia usted, sino más bien al contrario. Encontré jurídicamente razonable la sentencia, “pese a” lamentar su condena, porque me pareció un buen blindaje garantista de un derecho fundamental que –creí– quedaría comprometido con la interpretación que usted siguió.

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Déjeme terminar con algo parecido a una rectificación. Si hubiese meditado más la respuesta a la pregunta que se me hizo por teléfono, si hubiese sabido que podría interpretarse como una condena a un condenado, habría dicho otra cosa probablemente más acertada. Habría dicho algo así como lo siguiente: “Siempre he apreciado, en privado y en público, al juez Garzón; pero al leer la sentencia que le condenó, llegué a la conclusión de que la decisión que tomó vulneraba un derecho fundamental. Los magistrados del Tribunal Supremo no prevaricaron al condenarle por el delito de prevaricación, aunque también habría sido jurídicamente defendible una sentencia que, aún estableciendo que su decisión fue antijurídica, lo hubiese absuelto por existir dudas razonables”.

Créame que lo que más me ha movido a esta aclaración es hacerle llegar que mi discrepancia jurídica es anecdótica e insignificante frente al aprecio por su trayectoria judicial y ciudadana. Y créame que esto último no es mera cortesía. --------------------------------------

Miguel Pasquau Liaño. Magistrado de la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA)

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