Horas después de que la señora Le Pen dijera que lo de Londres subraya la importancia de controlar las fronteras, la policía británica confirmaba que el autor del atentado es británico de nacimiento. En este mismo medio podemos constatar que 15 de los 18 autores de las grandes masacres terroristas de los últimos tiempos –repasen, por ejemplo, París o Bruselas– son gente nacida, crecida y formada –o deformada– en suelo europeo.
La tesis defendida sin pudor por los apóstoles del neonacionalismo de que eso de abrir fronteras y mostrar tolerancia es cosa peligrosa la refuta la realidad misma sin necesidad de grandes exposiciones argumentales.
De hecho, esta realidad apoya un razonamiento en sentido contrario si somos capaces de abandonar la pereza intelectual de dar por buena la explicación de que existe una guerra entre dos mundos antagónicos, el musulmán y el cristiano, el democrático y el intolerante. Simplificar aquí es tan peligroso como hacerlo en cualquier terreno, pero resulta más sencillo y hasta reconfortante: ellos contra nosotros, los buenos contra los malos, los moros contra Occidente.
De entrada, este discurso es el que buscan los que diseñan y ejecutan la estrategia terrorista que se parapeta en el Islam y lo utiliza como recurso de política y propaganda: cuanto más simplifiquemos el perfil, menos matices y más fácil precisar el trazo de su dibujo.
Además es un discurso mentiroso: un joven egipcio o iraní de 18 años no difieren demasiado en sus gustos y relaciones en este mundo global del universo vital de un joven alemán o neozelandés. Las diferencias y apegos culturales están cada vez más matizados por la estructura que tejen las redes sociales por mucho que algunos regímenes en los que lo religioso desequilibra lo político, se esfuercen en tratar de tapar. De hecho, si no fuera por la presión política, la cercanía sería aún mayor. Pregúntele usted a su hijo de dónde son los compañeros de juego cuando se sienta frente a la Play o similares.
Las sociedades no están enfrentadas por mucho que la historia y la cultura marquen diferencias. No hay una guerra entre dos mundos, dos sociedades o dos maneras de entender la vida.
Lo que hay es una lucha por el poder, una disputa con matices y cimientos culturales pero que en el fondo nace de las mismas necesidades y ambiciones: el control de las personas y los recursos. Los tiranos iraníes o el norcoreano o los generalotes del petróleo en Venezuela o los amigos rusos del presidente Trump quieren lo mismo por caminos diferentes. Nadie quiere cambiar el mundo, ni mejorarlo, todos ambicionan controlarlo y sacar tajada política. Poder, dinero, sexo: no hay guerra moderna ni de religiones, sino ambiciones políticas vestidas para la ocasión según corresponda. O, si lo prefiere usted, un volver una y otra vez a los más instintivo y primario de la condición humana, adaptado a cada época y cada momento.
Cuando aceptamos la dialéctica de buenos y malos para relacionarnos con los diferentes estamos tragándonos como ignorantes o interesados el argumentario del poder, se vista de democrático o se reconozca tiránico.
Si asumimos que cerrar fronteras y poner cuchillas es eficaz estamos cebando el argumentario de quienes convencen a los desheredados de que el otro le oprime y sólo su exterminio les sacará de su desolación. Si no hay voluntad de integración por todas partes es imposible que no existan agravios.
No se trata de dejar hacer, no se trata de no defenderse de los ataques terroristas, ni de rechazar que se bombardee sus cuarteles allá donde estén. Víctima y verdugo no son nunca lo mismo.
Pero la existencia del mal, la realidad del que lo utiliza para conseguir sus fines no nos obliga necesariamente a asumir esta dialéctica en todos los órdenes, ni la identificación automática y acrítica de una religión o una cultura con quienes se sirven de ella y la prostituyen.
La simplificación nos aleja de la realidad. Y es ella la que hace que nos resulte más lejana la mirada del padre sirio que huye con sus hijos arriesgando su vida en el Mediterráneo, que la de nuestro vecino, educado padre de familia, cuando en realidad puede ser éste el que se vuelva contra nosotros.
Claro que hay malos y hay buenos, claro que hay terroristas asesinos y víctimas inocentes, pero no podemos contemplar sin matices la realidad en que esa diferencia se expresa.
Bastantes prejuicios y rencores tenemos, bastante poca imaginación y generosidad gastamos. Demasiadas estrategias de poder que se refugian en análisis simplistas y propagandas eficaces para seguir haciéndonos comulgar con ruedas de molino. Con lo que pesan.
Horas después de que la señora Le Pen dijera que lo de Londres subraya la importancia de controlar las fronteras, la policía británica confirmaba que el autor del atentado es británico de nacimiento. En este mismo medio podemos constatar que 15 de los 18 autores de las grandes masacres terroristas de los últimos tiempos –repasen, por ejemplo, París o Bruselas– son gente nacida, crecida y formada –o deformada– en suelo europeo.