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15M, el legado irreversible

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En las plazas de aquel mayo de 2011 se intuía, contra innumerables pronósticos, que estaríamos exactamente donde estamos: escribiendo sobre el impacto de aquellos días diez años después. El estruendo político del 15M, el antes y el después de aquellas tiendas, el eco de la Spanish revolution atravesando países, la irrupción social de una generación, el hasta aquí hemos llegado de otras, el cambio de lógica con el que se pensó, se vivió y se hizo política aquellos días iba a suponer la transformación de un país a las puertas de su primera gran crisis en democracia.

Por hacer memoria, las corrientes de malestar venían de muchos sitios y desde hacía tiempo. Organizadas en un magma digital con un establishment que solo detectaba señales analógicas, y pocas. Incapaz de ver la trascendencia real, hiperventiló por unas elecciones autonómicas que se iban a celebrar a cinco días de la acampada. Zapatero, el presidente del no nos falles, acababa de aprobar un recorte social histórico y saldría del gobierno seis meses después. El PP ganó en prácticamente todas las comunidades. Poco importaba. Por primera vez los resultados no iban a reflejar el estado de ánimo mayoritario. El 15M contaba con la simpatía del 78% de los ciudadanos mientras los políticos ocupaban la primera preocupación de los españoles, según el CIS.

El aldabonazo fue de tal calibre que se habló de Segunda Transición. El punto de inflexión patrio, cual 23F, con todas las distancias, del siglo XXI. La enmienda era al sistema económico. Al desgaste de materiales en la calidad democrática del 78. Los protagonistas, de manera casi inconsciente, hicieron saltar ese tapón. Aquella noche de la jornada de reflexión, tras el silencio previo a las campanadas, la plaza rompió en un brindis por la nueva era, en un Sí, se puede colectivo. Pero, ¿Qué se podía? ¿Por qué ese júbilo en medio del desastre? ¿De dónde salía esa sensación de triunfo prematuro?

Tras una de las primaveras más alegres que ha tenido Madrid, llegó un invierno continuo de varios años. El 15M había sido la espita de las protestas sociales que vinieron después. La ráfaga previa al gran apagón. Pasó el verano. Cambió el gobierno. Llegó la crisis. Y con ella los llantos de familias desahuciadas, vecinos que fueron parapeto de los antidisturbios, muebles y juguetes de niños en la calle; inmigrantes marchándose seguidos de miles de estudiantes; sanitarios, profesores, funcionarios, mineros, agricultores, parados, jubilados estafados. Una protesta detrás de otra. España, que no recordaba la pobreza, volvía a vivirla.

Una pobreza cuya magnitud no supimos reconocer. Y desde los medios, ocupados por el rescate, dibujamos a brochazos. Las asambleas del 15M, tan criticadas desde la óptica cortoplacista, habían servido para llevar a los barrios unas mínimas estructuras vecinales fundamentales para la ayuda mutua. El espíritu del 15M había activado a una generación que contemplaba exhausta la destrucción de empleo y la suya propia. La desconexión poder-ciudadanía del no nos representan era absoluta. Hay una imagen simbólica que capta el momento. Fue la tarde del funeral de Adolfo Suárez, mientras las máximas instituciones del Estado velaban su figura en el Congreso, un millón de sanitarios de la Marea Blanca marchaban solos al otro lado de los leones.

La fiebre de la crisis bajó unas décimas. Y cuando se daba por desaparecido el movimiento, llegó Podemos. Era 2014 y se daba por muerto, por enésima vez, el 15M. Llegaron las mareas, las confluencias. Los movimientos sociales ya no estarían fuera sino dentro. Y un detalle, en ese invierno largo, también decenas de activistas y jóvenes sufrieron las embestidas policiales y judiciales por manifestarse más de la cuenta.

La banda sonora oficial del 15M siempre ha sido la misma. Renegar de su importancia desde ciertos sectores. Cuestionar su legado antes y ahora. Es un error dimensionar únicamente el 15M por el recorrido político de Pablo Iglesias. O los 8 millones de votos a Ciudadanos y Podemos. El 15M no solo modificó el arco de representación parlamentaria. Impregnó al resto de partidos convencionales, que cambiaron sus agendas y a sus representantes. Le ocurrió al PSOE en 2011, cuando Rubalcaba incorporó una batería de propuestas en su ponencia como secretario general. Y dimitió tras la irrupción europea de los morados. Los cuadros y militantes de base habían estado en las plazas. La izquierda tradicional del PSOE e IU tuvo que recomponerse mirando de reojo a esta corriente. Y habría que preguntar a Eduardo Madina de dónde bebió su propuesta Un militante, un voto que después le daría la victoria a Pedro Sánchez.

Si rebobinamos hasta hoy, al primer gobierno de coalición, no es casualidad que la primera medida de protección tras el estado de alarma sea blindar los desahucios. Que Pablo Cadado abandone Génova 13 por la corrupción de su partido. Que Iñigo Errejón cambie el paso al Congreso hablando de salud mental, o la candidata de Más Madrid, Mónica García, consiga el sorpaso y las dos fuerzas a la izquierda del PSOE sumen más en votos y en escaños.

No toda la herencia política está bien resuelta. Las nuevas formaciones nacen, crecen y mueren a una velocidad cuestionable. Gente brillante llega y desaparece como si la política fuera una trituradora. Y ya veremos si son más válidos los liderazgos de treinta años o los de cinco minutos.

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La disputa entre nuevos y viejos partidos ha capitalizado y bloqueado quizá el aviso más importante del 15M: la conversación pendiente como país. Iñaki Gabilondo resumía en 2014 la Transición: “Se hizo lo que se pudo y me alegro de haber participado de ello”. Dicho esto, continuaba: “Sería absurdo negar que aquello necesita ser reanimado, que está viviendo con respiración artificial, que ya no vale”. Y remataba: “Se ha venido a caer al borde de la orilla desfallecido todo lo que se construyó en el 78”. Hablaba de la Jefatura del Estado, los partidos, la Constitución, el Estado de las Autonomías, los sindicatos, los medios… El tiempo de 2011 y el de ahora le han dado la razón. Y de todo eso, todavía no se ha hablado.

Ahora que Vox lo ha llenado todo de barro y los líderes conservadores del PP, lejos de quienes les precedieron, se niegan a formar parte de una conversación transformadora del país, vivimos con la sensación de que algo se pudre mientras pasa el tiempo. Pero es la misma sensación que precedió al 15M, el periodo previo a que vuelva a ocurrir algo que nos impulse hacia delante.

Y quedémonos también con la herencia social. El rechazo a la desigualdad, cada vez más brutal y más palpable, seguirá siendo el botón nuclear de la indignación. Pero además, algo de esa alegría inesperada de 2011 continúa. Ese mayo fue una fiesta porque miles de jóvenes descubrieron que compartían preguntas e inquietudes parecidas. Porque palparon una grieta desde donde ensanchar un espacio que les pertenece. Descubrieron que se podía vivir, hacer, pensar de otra manera. Remataré con quien mejor lo ha descrito estos días, las palabras de la joven escritora Elisabeth Duval: “Gracias a entonces tenemos un presente que hoy no nos basta”. Y quien quiera ver en el 15M generaciones perdidas o años desperdiciados, pertenece a otra clase, a otro estatus, a otra élite y a otro tiempo, pero no a este.

En las plazas de aquel mayo de 2011 se intuía, contra innumerables pronósticos, que estaríamos exactamente donde estamos: escribiendo sobre el impacto de aquellos días diez años después. El estruendo político del 15M, el antes y el después de aquellas tiendas, el eco de la Spanish revolution atravesando países, la irrupción social de una generación, el hasta aquí hemos llegado de otras, el cambio de lógica con el que se pensó, se vivió y se hizo política aquellos días iba a suponer la transformación de un país a las puertas de su primera gran crisis en democracia.

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