Sigue sin haber pan para tanto chorizo

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La figura del político profesional –aquel o aquella que desde su juventud hasta su jubilación cobra del contribuyente en calidad de concejal, diputado, alcalde, consejero, ministro, presidente o cualquier otro cargo legislativo o ejecutivo– me resulta cada día más difícil de tragar. En una sociedad razonablemente democrática esos cargos deberían ser desempeñados por ciudadanos que dedican una parte de su vida a la política, pero que antes y después de ello se ganan el pan como lo hacemos la mayoría, trabajando como campesinos, obreros, profesores, médicos, administrativos, funcionarios, abogados, etcétera.

Es lo que hizo Gerardo Iglesias, el dirigente de Izquierda Unida que regresó a la mina tras su paso por la Carrera de San Jerónimo. Y así lo veían los padres fundadores de la república estadounidense, que, por eso y otras razones, deseaban limitar a dos los mandatos electivos. Washington, Jefferson y compañía solían citar el ejemplo del romano Cincinato, considerado por Catón el Viejo un arquetipo de frugalidad y honradez al servicio del interés público. Sí, ya sé que, también en esto, Estados Unidos se ha alejado de sus ideales fundacionales, ya sé que allí abundan los Frank Underwood (House of Cards), pero el hecho de que la gangrena prospere no significa que sea deseable.

Comienza una nueva legislatura en España y sería bueno que su duración –corta, mediana o larga– sirviera para introducir en la agenda oficial ese elemento de sentido común expresado por el 15-M con la fórmula No hay pan para tanto chorizo. La crisis económica y los escándalos de corrupción han llevado a millones de españoles al convencimiento de que tenemos excesivos cargos políticos retribuidos y de que estos disfrutan de sueldos y, sobre todo, de privilegios difícilmente justificables.

Respecto a lo primero, ¿es verdaderamente necesario que existan las diputaciones provinciales y el Senado? Ya sé cuál es la posible utilidad de las primeras para los pequeños municipios, y también conozco cuál sería el papel de una Cámara Alta en un auténtico sistema federal, pero, insisto, tal y como funcionan esos organismos en la España de 2016, ¿es sensato que haya cientos de políticos que cobren por pertenecer a ellos? Es ésta una duda razonable, pienso, como lo es la relativa a que, en la cúpula de nuestro poder judicial, tengamos un Tribunal Supremo, un Tribunal Constitucional y un Consejo General. Me niego a creer que sea imposible simplificar y abaratar nuestra tela de araña institucional.

Casta de privilegios

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En cuanto a los sueldos y cargos, pueden ustedes llamarme demagogo, pero no acabo de entender por qué el Pleno del Congreso no tiene sólo un mes de vacaciones anuales. Ni por qué los diputados consiguen una pensión de jubilación máxima con apenas unos cuantos años en el escaño cuando a los demás se nos exigen más de siete lustros de laboriosa cotización. Ni por qué les tengo que pagar un iPhone y un iPad de la última generación. Ni por qué tienen que recibir una ayuda a la vivienda los que ya tienen piso en Madrid. Ni por qué la gratuidad de sus viajes no se limita a aquellos que hagan entre su circunscripción y la capital (si Monago quiere ir a ver a su novia en Canarias, que se lo pague de su bolsillo). Y, por supuesto, no comprendo por qué no se les limita sus mandatos –ocho o doce años a lo largo de toda su vida– para impedir que conviertan la política en un ganapán.

Que se les pague un sueldo digno a los que desempeñan puestos legislativos o ejecutivos, pero que no sean compatibles con pluses, otros cargos públicos o actividades lucrativas privadas. Que disfruten de excedencia obligatoria en sus trabajos habituales para que puedan regresar a ellos al terminar su servicio público. Que coticen al Régimen General de la Seguridad Social a efectos de asistencia sanitaria, seguro de desempleo y pensión de jubilación, sin que tengamos por qué pagarles seguros médicos o planes de pensiones privados. Que reciban una indemnización y cobren el desempleo si, por tales o cuales razones, no son readmitidos en sus trabajos habituales. Que se les facilite un teléfono inteligente, de fabricación española de preferencia, para el ejercicio de su función. Todo esto es justo y necesario, pero no lo es, por ejemplo, que tantos concejales, alcaldes y diputados regionales o nacionales tengan coches oficiales. No veo demasiado problema en que fueran a sus despachos en bicicleta, vehículo privado o transporte público, como hacemos los demás, y en que usaran coches de incidencias durante su trabajo. Los cientos de vehículos y conductores así liberados podrían dedicarse a otras tareas de mayor provecho para la ciudadanía (asistencia social, ambulancias, policía, correo, ayuda a los dependientes…).

¿Saben lo que es demagogia? Decir que los ahorros que los contribuyentes haríamos de esta guisa son el chocolate del loro. Y es demagogia por tres razones. La primera, porque cualquier ahorro puede permitir socorrer a compatriotas en apuros, y ahora hay muchísimos en esta situación. La segunda, porque los padres fundadores de Estados Unidos tenían razón: no hay verdadera democracia sin ejemplaridad de los políticos en el ejercicio de los valores de la sobriedad y la honestidad. Y la tercera, porque la democracia, que es un ideal hacia el que caminar, nunca se alcanzará con profesionales del coche oficial.

La figura del político profesional –aquel o aquella que desde su juventud hasta su jubilación cobra del contribuyente en calidad de concejal, diputado, alcalde, consejero, ministro, presidente o cualquier otro cargo legislativo o ejecutivo– me resulta cada día más difícil de tragar. En una sociedad razonablemente democrática esos cargos deberían ser desempeñados por ciudadanos que dedican una parte de su vida a la política, pero que antes y después de ello se ganan el pan como lo hacemos la mayoría, trabajando como campesinos, obreros, profesores, médicos, administrativos, funcionarios, abogados, etcétera.

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