Nuestro país se enfrenta hoy a una miríada de crisis, entre las que podemos destacar tres extremadamente acuciantes: la crisis del coste de vida, consecuencia del aumento de la inflación; la existencia de un mercado de trabajo altamente precarizado, especialmente para los más jóvenes, y la crisis climática, que nos recuerda a través de fenómenos meteorológicos extremos su urgencia. Como explica el economista político Adam Tooze, estas emergencias son tan desconcertantes porque ya no parece factible señalar una única causa y, por consiguiente, una única solución. Hemos entrado en el mundo de lo que él llama de policrisis, donde shocks económicos, ecológicos y, recientemente, sanitarios, son dispares, “pero interactúan de modo que el conjunto es aún más abrumador que la suma de las partes”. Sin embargo, pese a que un mundo de policrisis requiere soluciones más complejas, tiene la ventaja de que, en caso de identificar políticas que se dirijan a más de una emergencia, podemos hacer frente a la policrisis en su totalidad. La mejor herramienta de la que dispone el Estado para hacerlo es una que abandonó hace cuatro décadas y que parece que hoy regresa con más importancia que nunca.
El problema más apremiante es el de la inflación, una de las preocupaciones principales de los hogares de nuestro país. España ha experimentado recientemente una inflación récord, lo que ha llevado a un aumento en los precios de los bienes y servicios. Esta situación es particularmente difícil para aquellos con ingresos bajos y medios, que ven cómo sus ingresos no alcanzan para cubrir sus necesidades básicas. Una política industrial se centra en atacar la inflación desde la oferta, a través de la innovación y la inversión pública en sectores clave, como la tecnología, la energía y la infraestructura. Al hacerlo, se puede aumentar la productividad y reducir los costes de producción, lo que contribuiría a controlar la inflación. En lugar de movilizar soluciones de demanda, como la subida de los tipos de interés, que pueden tener un impacto negativo en el mercado laboral y aumentar la carga de la deuda de los hogares y las empresas, una política industrial ayudaría a abordar la inflación de manera más efectiva y sostenible.
Una política industrial activa liderada por un Estado emprendedor puede reducir el coste de la energía y aumentar la competitividad económica del país
En segundo lugar, al mejorar la calidad de los trabajos y la capacitación de los trabajadores, se puede aumentar la capacidad de los hogares para hacer frente a la inflación y mejorar su bienestar financiero. Pese a que la reforma laboral ha conseguido situar el SMI en el 60% del salario medio español, protegiendo a los trabajadores más vulnerables, esta cifra sigue lejos de la media de la UE. Como recogía Emilio Sánchez Hidalgo hace unos días en una detallada pieza sobre el trabajo en España, mientras el tejido económico siga dependiendo tanto de sectores como la hostelería, los salarios y las condiciones laborales seguirán sin mejorar. Es decir, la única manera de conseguir que el mercado laboral cambie verdaderamente es a través de un cambio productivo que apueste por sectores que ofrezcan trabajos de mayor calidad y estén mejor pagados. Cambiar el modelo productivo pasa necesariamente por el retorno de la política industrial.
Por último, pero no menos importante, está el desafío del cambio climático. En EE. UU., este regreso[1] se asocia con "supply side progressivism" (política de oferta progresista). Con ello se refiere a fomentar la innovación y la inversión en tecnologías limpias y renovables, así como en mejorar la eficiencia energética y reducir la dependencia de los combustibles fósiles. Al invertir en energías renovables, como la solar y la eólica, se puede reducir la huella de carbono del país y, por ende, disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero.
Este frente pone de relieve cómo responder a la policrisis: aprovechando, precisamente, esa interacción entre emergencias. Una política industrial activa liderada por un Estado emprendedor puede reducir el coste de la energía y aumentar la competitividad económica del país. La inversión en tecnologías limpias y renovables puede reducir la dependencia de los combustibles fósiles importados, lo que disminuiría los costos de la energía a largo plazo mientras se reducen las emisiones. Además, al impulsar la innovación pública y la eficiencia energética, se pueden reducir los costos de producción de las empresas, aumentando su competitividad en el mercado global y exportando knowhow en estos sectores (como ya ha logrado nuestro país con la energía solar). En otras palabras, es hora de aprovechar lo que hace tan complejas las policrisis —sus interconexiones— y volverlas contra ellas. La política industrial activa y su capacidad de coordinar a los actores económicos es el mejor arma para conseguirlo.
Nuestro país se enfrenta hoy a una miríada de crisis, entre las que podemos destacar tres extremadamente acuciantes: la crisis del coste de vida, consecuencia del aumento de la inflación; la existencia de un mercado de trabajo altamente precarizado, especialmente para los más jóvenes, y la crisis climática, que nos recuerda a través de fenómenos meteorológicos extremos su urgencia. Como explica el economista político Adam Tooze, estas emergencias son tan desconcertantes porque ya no parece factible señalar una única causa y, por consiguiente, una única solución. Hemos entrado en el mundo de lo que él llama de policrisis, donde shocks económicos, ecológicos y, recientemente, sanitarios, son dispares, “pero interactúan de modo que el conjunto es aún más abrumador que la suma de las partes”. Sin embargo, pese a que un mundo de policrisis requiere soluciones más complejas, tiene la ventaja de que, en caso de identificar políticas que se dirijan a más de una emergencia, podemos hacer frente a la policrisis en su totalidad. La mejor herramienta de la que dispone el Estado para hacerlo es una que abandonó hace cuatro décadas y que parece que hoy regresa con más importancia que nunca.