La caída de Manuel Moix supone una noticia agridulce. Cuando se reconstruye su elección, después de que el presidiario Ignacio González certificara que estábamos ante un tipo “cojonudo”, sale a la luz su dilatada labor de servidumbres al Partido Popular. Se constata en ocasiones la ausencia de un poder judicial independiente en España que aplique la ley por encima de quiénes sean los delincuentes juzgados en cada caso. La cara positiva es que la presión social, política, profesional y periodística haya sido capaz de conseguir derribar el empecinamiento del Gobierno en mantener a toda costa el injusto nombramiento del presunto fiscal Anticorrupción.
Son muchas las voces que defienden que la historia de la sociedad panameña, sacada a la luz por infoLibre, debería haber sido un motivo más que suficiente para justificar el cese de Moix. Ahora bien, teniendo en cuenta la política de Justicia impuesta por el Gobierno, quizá llevan razón quienes opinan que es poca cosa. Comparadas con las tropelías que estamos conociendo, todas las falsedades y mentiras destinadas a tapar la noticia difundida por infoLibre se quedan en nada.
La corrupción es el principal problema de nuestro sistema político y, en la actualidad, afecta de manera prioritaria al PP. El mal se agudiza desde el momento en que, al estar el PP en el Gobierno, tiene la responsabilidad de actuar como perseguidor de actos delictivos cometidos por destacados miembros de su propia organización mientras desempeñaban máximas responsabilidades políticas. Me consta que hay muchos votantes populares que desean la persecución de los corruptos y su encarcelamiento porque defienden que es mejor para España seguir gobernada desde una ideología conservadora. Para muchos de estos votantes, la corrupción del PP pone en peligro su derecho democrático a decidir en las urnas el modelo de sociedad por el que debemos regirnos. Opinan que la impunidad de los corruptos perjudica las expectativas electorales de su ideología y contribuye a dejar vía libre a otras alternativas de gobierno.
Curiosamente, hay otras destacadas voces de acérrimos seguidores del PP que ven el asunto desde otra perspectiva. Llaman la atención destacados y famosos analistas que siempre que se aborda el asunto en cualquier tertulia o tribuna periodística se amparan en un argumento difícil de asimilar. Recurren a la idea de que en la historia democrática española ha existido también corrupción en la izquierda y que, en realidad, al denunciarla ahora lo que se busca es cambiar el color político del Gobierno. Cuando les escucho, he de reconocer que me asalta cierta confusión. La corrupción es una forma de robar a los ciudadanos, sean de la ideología que sean. Resulta difícil de entender que, si somos asaltados en plena calle, le preguntemos al ladrón cuál es la ideología política de la banda a la que pertenece. Y que, en caso de que sea coincidente con la nuestra, no sólo aprobáramos el robo, sino que contribuyéramos a su huida y animáramos a la policía a dejarle que siguiera delinquiendo en libertad. La corrupción implica desvalijar las arcas públicas que contienen dinero de todos los ciudadanos de forma indiscriminada, sean de la ideología que sean. Nos roban a todos.
La técnica de comunicación utilizada por quienes están salpicados de una u otra forma en estos escándalos suele ser recurrente. Parece lógico que defiendan su inocencia, como haría cualquier delincuente profesional. Sin embargo, en el campo de la corrupción política estamos más que acostumbrados a escuchar a los implicados o a sus defensores recurrir al argumento del ataque promovido por un enemigo ideológico directo. Se obliga así al correligionario a decidir una de las disyuntivas más surrealistas que se pueda imaginar. Se parte de la idea de que como la corrupción es generalizada en todos los partidos, hay que distinguir previamente si los que supuestamente delinquen son de los nuestros o del bando contrario. Según este ridículo razonamiento, casi con toda seguridad, si el presunto corrupto milita en el partido que apoyemos significa que es inocente y que la acusación es el resultado de una campaña ideológica promovida por nuestros rivales. Lo sorprendente es que semejante argumentación podemos seguir escuchándola día tras día.
El sectarismo político es uno de los grandes males de nuestra sociedad. Quienes lo apoyan son precisamente quienes lo utilizan como soporte de su existencia. Cuando hablamos de corrupción, no hay partidos, ni ideologías. Hay sólo inocentes y culpables; buenos y malos; aprovechados e inocentes. No es cierto que la corrupción sea inherente a una concepción conservadora de la sociedad. Ni lo es que la izquierda conlleve inevitablemente el deterioro del orden social. El partidismo extremo y el sectarismo son formas de limitar el esclarecimiento de la realidad. Al igual que lo es la equidistancia, que nunca es sinónimo de pluralidad. La corrupción es una grave enfermedad social que hay que erradicar de forma inmediata, para evitar su extensión. La padezca quien la padezca. Y en esta etapa de nuestra historia, nos hemos encontrado ante la contradicción de tener al frente de la política contra la corrupción a algunos de los responsables directos de haberla propagado. Un amplio número de votantes del PP ha seguido hasta la fecha apoyando a los mismos dirigentes, pese a un extendido deseo de renovación sólo mostrado en las encuestas de opinión. Mientras, los partidos de oposición han sido incapaces de ponerse de acuerdo para cambiar el gobierno, pese a que existe una amplísima mayoría social que lo apoya. El sectarismo y el partidismo extremo también han condicionado a partidos que han antepuesto sus ambiciones de poder al interés colectivo. Esos partidos de oposición, por su falta de entendimiento, son los que han favorecido hasta hoy que se mantenga el Gobierno de Mariano Rajoy; que Catalá sea ministro de Justicia; que Maza sea el Fiscal General del Estado; y que un nuevo Moix sea nombrado próximamente fiscal anticorrupción. No lo olvidemos. Es también su responsabilidad.
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Todo parece indicar que el PP no va a modificar su estrategia a corto plazo. No tiene voluntad alguna de poner en marcha un proyecto de renovación que ha rechazado de forma contundente. Solamente una caída de sus expectativas electorales podría obligarle a un cambio de rumbo que no quieren y, seguramente, tampoco pueden aceptar. Por eso, es evidente que su única plataforma de subsistencia es la de agruparse en el partidismo extremo. Es la única manera de intentar consolidar su fuerza electoral. Por eso reitera los mensajes relativos a la existencia de enemigos que buscan la destrucción del sistema y a la extensión de la idea de que la corrupción es un mal generalizado a todos los partidos y achacable a la vez a personas aisladas no identificables con partidos concretos. Su principal problema es de tiempo. El derivado de su capacidad de resistencia ante el desgaste evidente que provocan los nuevos escándalos que se suceden. Hasta ahora, la estrategia de Rajoy es indiscutible, la de resistir a toda costa, siempre inamovible. Y siempre le ha funcionado. Pero, cada día en mayor medida, empieza a estar en duda la capacidad de aguante del sólido escudo de protección que han conformado sus votantes más fieles.
Entre los efectos causados por los últimos casos conocidos se encuentra la nítida comprobación de la connivencia existente entre políticos corruptos, empresarios corrumpentes, interesados manejos de la administración pública, supuestos responsables de perseguir esos delitos e, incluso, medios de comunicación conectados con extrañas vinculaciones. La extensión del incendio, imposible de controlar por los bomberos empleados por el acosado Gobierno, hace estallar día a día depósitos de gasolina escondidos en recovecos inesperados. El último se llamaba Manuel Moix.
La próxima elección del nuevo fiscal Anticorrupción va a ser examinada por la opinión pública con especial atención. Todo hacer temer que el criterio dominante siga siendo el del estricto control de los procesos judiciales en curso. Al final, esa es la clave que determina todos los movimientos y todas las estrategias. El Gobierno es plenamente consciente de lo que hace. Nada es casual. La elección de Moix, un hombre absolutamente desprestigiado y halagado por los corruptos para un puesto clave del sistema de justicia, no tuvo más que una explicación. Era el hombre idóneo para el PP, para que supervisara los procesos judiciales que le envolvían. Todos los partidos unánimemente habían rechazado la designación. Incluso, en una votación de extraordinario valor democrático, el Parlamento había reprobado su gestión junto al no menos polémico Fiscal General del Estado y al ministro de Justicia. Con toda seguridad, el Gobierno se va a mantener en la misma línea. Todo parece indicar que tampoco tiene otra elección. Los actuales dirigentes del PP tienen que elegir entre controlar y bloquear el funcionamiento de la justicia o correr el riesgo de verse desalojados de la vida política si se juzgan con equidad los procesos más delicados. Hay pocas dudas sobre cuál va a ser su elección.
La caída de Manuel Moix supone una noticia agridulce. Cuando se reconstruye su elección, después de que el presidiario Ignacio González certificara que estábamos ante un tipo “cojonudo”, sale a la luz su dilatada labor de servidumbres al Partido Popular. Se constata en ocasiones la ausencia de un poder judicial independiente en España que aplique la ley por encima de quiénes sean los delincuentes juzgados en cada caso. La cara positiva es que la presión social, política, profesional y periodística haya sido capaz de conseguir derribar el empecinamiento del Gobierno en mantener a toda costa el injusto nombramiento del presunto fiscal Anticorrupción.