Siempre he tenido respecto a la vida de los políticos un cierto sentimiento de pesadumbre. Nunca me ha parecido envidiable su trabajo. Me da la impresión de que están condicionados por cierta ansiedad. Es muy difícil no verlos dominados por alguna preocupación, por alguna inquietud. Más difícil aún es encontrarlos satisfechos y tranquilos. El sentimiento de estabilidad vital parece incompatible con su actividad.
Esta idea viene a cuento con Cristina Cifuentes y su máster universitario. La presidenta de la comunidad madrileña aparecía hasta hace un mes como uno de los símbolos de la regeneración del PP. Tras las experiencias de Esperanza Aguirre e Ignacio González, la presencia de Cifuentes representaba un intento de ruptura en uno de los territorios más enfangados de la política española. Su imagen ha sufrido en apenas cuatro semanas un desgaste tremendo. Era imposible suponerlo el día anterior a que eldiario.es publicara la información sobre su título académico en la Universidad Rey Juan Carlos.
La construcción de la imagen de un político es un trabajo arduo que requiere tiempo, constancia y coherencia. Se trata de subir una empinada pendiente llena de obstáculos que obliga a buscar permanentemente vericuetos para poder avanzar. Hay profesionales de la política, expertos en la materia, que se han dedicado durante años a desplazarse lentamente, midiendo cada paso de manera inapreciable. De esa manera, han conseguido después de mucho tiempo asentar su posición sin asumir riesgo alguno. Posiblemente nunca llegarán muy alto en el reconocimiento público de su figura, pero evitarán a toda costa un traspié inesperado. Posiblemente, Mariano Rajoy es un buen representante de este paradigma.
Por el contrario, hay quien asume la opción de la urgencia. Se trata de aplicar la osadía como impulso. La adrenalina que genera el vértigo sirve de motor. Para muchos ciudadanos, ese esfuerzo demuestra valentía y puede despertar cierta fascinación. El problema es que implica asumir riesgos en una ruta endemoniada, llena de peligros derivados de las inclemencias del tiempo, lo pedregoso del camino y la presencia de multitud de competidores en la carrera hacia la cima dispuestos a impedir su ascenso. Ni siquiera se puede confiar en los miembros de tu propio grupo de afines que a menudo son los principales interesados en bloquear tu camino. El problema que tienen las rutas más empinadas es que un simple tropiezo puede ser letal. Una caída no implica sólo parar el avance. Si no se controla el accidente, puede conllevar una pérdida del control y empezar a caer rodando sin capacidad física de detenerse y sin encontrar asidero alguno en el que sostenerse.
Cristina Cifuentes parece decidida a intentar mantener su posición en la vida política española sin querer aceptar que está rodando hacia abajo en la pendiente. Su futuro ya no depende de ella. Está en otras manos, concretamente en la de sus socios de gobierno, en Ciudadanos. Hay que reconocer su empeño en recuperarse. En los últimos días ha intentado protagonizar diversas iniciativas para demostrar que sigue en pie. Mientras, todos los actores de este espectáculo llamado política se abren paso para verla seguir cayendo.
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Cuando en política surge una situación de crisis, no hay una receta mágica que sirva como panacea. Hay, sin embargo, algunos consejos prácticos que pueden servir como mínimo manual de supervivencia. Cuando alguien recibe un duro golpe, lo primero de todo es intentar determinar el alcance de los daños, si la herida es superficial o de extrema gravedad. El caso que nos ocupa es todo un clásico. Se hace pública una información que daña seriamente el prestigio de una persona. Lo inmediato sería reconocer de puertas adentro si la acusación es cierta o falsa. Si el acusado es culpable o inocente. La estrategia a seguir a partir de ese momento debería ser diferente. Un grave error común es aparentar hacia el exterior que uno es inocente, cuando en realidad es culpable. Equivaldría a decir que sólo es un rasguño cuando tenemos seriamente herido un órgano vital. Lo que necesitamos no es restar importancia al accidente, sino parar la hemorragia y recurrir a cirugía urgente. Si hay suerte y el equipo médico tiene la pericia suficiente quizá se pueda sobrevivir.
En el caso de Cristina Cifuentes se intentó fingir que todo estaba en regla y se llegaron incluso a falsificar certificados médicos que acreditaran una salud de hierro. Mientras, la herida se agravó día tras día al no recibir tratamiento. La verdad fue manifestándose en diferentes formas y a través de fuentes y medios distintos. La infección local se transformó en septicemia. Las actuaciones de los últimos días quizá hubieran sido útiles y adecuadas, pero no a estas alturas del proceso. Si se hubieran aplicado algunos remedios en el arranque de todo el escándalo hubieran sido más efectivas con total seguridad. Hubiera sido necesario reconocer públicamente la verdad de los hechos denunciados y haber encontrado una razonable explicación que pudiera ser entendida y disculpada por la mayor parte de sus seguidores. El daño no tenía remedio, pero podría haberse amortiguado la aceleración del irremediable deterioro de la salud.
La política no suele ser justa. La norma establece que un simple error pesa mucho más que mil aciertos. Un sencillo detalle puede echar por tierra toda una carrera o el trabajo continuado durante meses o años. Cuesta un extraordinario esfuerzo llegar a la cima del prestigio. Un mínimo tropiezo puede significar una tragedia. Que se lo pregunten a Carolina Bescansa cuando recuerde ese instante en el que le dio a la tecla de enviar documento en su cuenta de Telegram.
Siempre he tenido respecto a la vida de los políticos un cierto sentimiento de pesadumbre. Nunca me ha parecido envidiable su trabajo. Me da la impresión de que están condicionados por cierta ansiedad. Es muy difícil no verlos dominados por alguna preocupación, por alguna inquietud. Más difícil aún es encontrarlos satisfechos y tranquilos. El sentimiento de estabilidad vital parece incompatible con su actividad.