Telepolítica
¿Qué ocurre si nos ponemos de acuerdo?
A los españoles, lo de ponernos de acuerdo no se nos da muy bien. Nos hemos acostumbrado a vivir en la confrontación. Tenemos tendencia natural a la discusión. Siempre encontramos un motivo de discrepancia. Personalmente, entiendo que esta peculiaridad tiene su atractivo. Ser español es incompatible con el aburrimiento. Siempre hay un objeto de polémica que nos llama la atención. Nuestra energía se concentra entonces en intentar convencer a los demás de que nuestros argumentos son los correctos. Cargados de razón, defendemos con perseverancia nuestras posiciones dispuestos a enfrentarnos a quien sea. Aquí es donde aparece el problema. Buscamos encararnos como norma y nos dirigimos con firmeza hacia quienes no comparten nuestro punto de vista. Si fuéramos automóviles, podríamos concluir que ofrecemos una conducción firme, una capacidad de aceleración sorprendente y una velocidad punta más que destacable. Pero vamos mal de frenos. Suena a accidente más que previsible.
El período de la Transición tiene un indudable valor histórico. Es el proceso de mayor avance social y desarrollo económico que hemos vivido. Por supuesto, tampoco se paró de discutir un solo instante, pero había una especie de campana que sonaba cada vez que la disputa se enconaba. Se llamaba consenso y servía para rebajar la tensión. Asistimos a lo largo de la última década a una permanente revisión crítica de aquellos tiempos, tan legítima en su planteamiento como injusta en su formulación. Como alternativa al evidente deterioro sufrido por aquel modelo político, vivimos ahora un extendido movimiento de regeneración que entiendo que a la mayor parte de los españoles nos parece indispensable.
La dificultad radica en dibujar las nuevas formas de convivencia. Sabemos que las necesitamos, pero parecemos abocados irremediablemente al conflicto. Tenemos abierta discusión entre los que reivindican no menospreciar los tiempos pasados frente a quienes creen que hay que abordar una total transformación del sistema. En el debate subyace una intensa disputa sobre cuál debe ser la dirección del proceso regenerador y sobre quiénes deben dirigirla. En la España actual, tenemos enfrentamiento abierto entre los partidos de la derecha que imitan ahora el pernicioso conflicto que viven los grupos de izquierda. Además, se ha desencadenado un serio conflicto territorial que abre heridas por todas partes: entre los propios catalanes; entre los secesionistas y el resto de los españoles; y, fuera de nuestras fronteras, algunos han decidido reivindicar la defensa de su identidad sobre la base de denigrar la imagen exterior de nuestra valiosa democracia.
Si hay una enfermedad social que podría explicar la manera de entender el diálogo político en España sería la pactofobia. Es decir, el pánico aterrador a ponernos de acuerdo. Lo más increíble es que la patología está tan asentada en nuestro comportamiento que afecta a situaciones inverosímiles. Un llamativo ejemplo lo hemos podido vivir días atrás tras la escenificación pública de la renuncia de ETA a continuar su existencia. Cuando en 2011 el gobierno presidido por Zapatero consiguió arrancar a la banda terrorista el fin de su actividad, la noticia fue interpretada con respuestas diversas. Algunas fuerzas políticas se negaron a aceptar el fin del terror, de la muerte y de la amenaza permanente como una buena noticia. Se temía que la consumación de la victoria sobre la banda asesina pudiera ser presentada por el Gobierno como un éxito de su gestión y pudiera obtener un supuesto provecho electoral. Se habló de concesiones secretas, de pactos ocultos y de traiciones a las víctimas. Al final, este país renunció a celebrar que los terroristas habían sido vencidos y que la paz había derrotado a la violencia.
Un error pesa más que mil aciertos
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Siete años después, hemos asistido a la innecesaria puesta en escena del reconocimiento histórico de la derrota de ETA. De nuevo, hemos sufrido un ataque de pactofobia y la democracia española ha renunciado a celebrar conjuntamente la visualización pública del fin de la mayor angustia vivida en los últimos sesenta años. Hay quien mantiene que los terroristas, aunque se han disuelto, no han pedido perdón. Personalmente, prefiero que nunca pidan perdón. Si así lo hicieran me colocaría en la difícil disyuntiva de plantearme llegar a conceder el perdón a quienes aún no soy capaz de disculpar ni una sola de las atrocidades que cometieron. He oído que el comunicado final intenta construir un relato alternativo a la verdad que justifique de alguna manera sus actuaciones. Sinceramente, no sé lo que dice porque me he negado a leerlo. No tengo interés alguno en atender su justificación sobre lo sucedido.
Los muertos se consumieron con absoluta injusticia. Las víctimas tienen todo el derecho del mundo a no conceder nada a quienes violentaron su existencia para arrebatarles la vida y la de sus seres más queridos. Sin embargo, los españoles tenemos la oportunidad por fin de celebrar algo dentro de una de las más tristes historias escritas en nuestra existencia. Asistimos en presente al final de la tragedia. Podemos cerrar el libro a sabiendas de que nunca volverá a morir uno de los nuestros por la execrable actuación de esa banda terrorista. Por una vez, podríamos ponernos de acuerdo. Podríamos comprometernos a no olvidar jamás a las víctimas. También podríamos felicitarnos de que el fin del terrorismo se ha hecho sin concesión política alguna y sin tener que perdonar nada a quien no merece perdón. También deberíamos reconocer, por una vez, el trabajo de todos los servidores públicos, incluidos los políticos, que han ayudado a vencer a ETA y a haber hecho posible su desaparición. Finalmente, podríamos celebrar que no es malo que nos sintamos miembros de una comunidad en la que podemos compartir algo más que el aire que respiramos. Que seamos conscientes de la fuerza que tiene el diálogo y la negociación. Que muchos de los problemas que nos acechan encontrarían una solución si nos planteáramos pactar más a menudo.
Para terminar en tono bienhumorado, me gustaría asegurar que estoy abierto a discutir sobre el asunto. El problema es que soy español y, por supuesto, estoy absolutamente seguro de que mis argumentos son los correctos.