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Autorretrato de Trump

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Ojeando un libro de divulgación política en el que se define aristocracia como “el gobierno de unos pocos justificado en la premisa de que no todo el mundo está preparado para gobernar”, me topo con este perturbador párrafo: “Al ver las noticias todo el mundo ha experimentado alguna vez ese momento de confusión en que se ha preguntado: ‘¿Cómo ha podido salir elegido ese payaso? ¡Yo lo haría mejor que él!’ Este juicio, lo queramos o no, es también aristocrático”.  Llevo un par de meses en los que no hay día que no me asalte  esa reflexión en la persona de Donald Trump y por primera vez me enfrento a la posibilidad de que el problema no sea él sino yo, que, sin saberlo, guardo en mi interior un aristócrata impenitente. Jamás lo hubiera sospechado de mí. Es verdad que luzco apellido compuesto, pero desde que tuve uso de razón percibí mi entorno familiar como el de una familia normal tirando a pobre. Aunque pudiera ser que viviera engañado y lo que yo percibía como apreturas propias de la falta de recursos fueran en realidad debidas a un exceso de campechanía.

Lleno de dudas ante el temor de haber sido injusto con el presidente norteamericano, acudo a la página web de The Trump Organization. Busco en ella al verdadero Trump, un Trump sin filtros periodísticos, seguramente sesgados, que me predispongan en su contra. Quiero saber qué dice Trump de Trump. Y para eso nada mejor que sumergirse en su biografía presidida por una foto en la que aparece sonriente, sentado en un recargadísimo salón con un predominio del dorado capaz de cegar a un albino. Lo peor de tener mal gusto es disponer además de dinero para subvencionarlo, me descubro pensando en una reflexión que, para mi zozobra, podría perfectamente haber hecho una condesa rusa asilada en París huyendo de los bolcheviques.

Vacilante, me adentro en la lectura de esta semblanza autorizada de Donald Trump con miedo a descubrir en mí a un clasista prejuicioso y en él a un  señor encantador. Enseguida se me pasa. Apenas leo su comienzo: “Donald J. Trump es la definición misma de la historia de éxito americana, estableciendo continuamente estándares de excelencia mientras amplía sus intereses en bienes raíces, deportes y entretenimiento. Es el hombre de negocios arquetípico, un negociador sin igual”. Como puede verse, no hace falta ser el duque de Windsor para apreciar en la insustancial grandilocuencia del pasaje que lo mismo puede servir para presentar a Donald Trump que para el perfil en Linkedin de un representante de mamparas de Trujillo. Con todos mis respetos para Trujilllo, los representantes y las mamparas; no así para el señor Linkedin que todos los días me envía algún correo sin tener yo el gusto de conocerlo.

La redacción de este arranque debe de haberle gustado tanto que, salvo la última frase, puede leerse también en el correspondiente apartado que la página web de la Casa Blanca dedica al 45 presidente de un país que tiene complicado llegar al 46.

El texto, que es una loa sin freno del biografiado, incluye una cita del propio Trump sobre su padre, con quien inició su carrera empresarial en una oficina en Brooklyn: “Mi padre fue mi mentor, y de él aprendí muchísimo sobre cada aspecto de la industria de la construcción”. Cada uno recuerda a los suyos como quiere, pero les juro que he visto referencias más amorosas a un padre en la familia Lannister. Del padre también aparece una cita en la que afirma que algunos de sus mayores negocios fueron hechos por su hijo, quien “parecía convertir en oro cada cosa que tocaba”. Basta con mirar la foto del saloncito para creerle.

A continuación hay una relación de las propiedades inmobiliarias de la organización que, curiosamente, en un toque feudal muy acorde con el personaje,  se enumeran no como activos de la Trump Organization sino como propiedades exclusivas del “señor Trump”. Hay también una exhaustiva relación de los múltiples negocios del magnate que, además de los inmobiliarios, incluyen hoteles, viñedos, campos de golf, la producción televisiva o una agencia de modelos. Se nos recuerda también que, junto a la NBC Television Network, poseyó durante un tiempo los derechos de concursos de belleza como Miss Universo, Miss USA y Miss USA adolescente. Es imposible, conociendo al personaje, no imaginarlo paseando su inagotable rijosidad de garañón desbocado por entre esas mujeres con cuerpos de pecado que en su forzoso trato con gentes como Donald Trump llevan la penitencia.

El texto, que en veintisiete párrafos incluye dieciséis veces la palabra éxito, está impregnado de esa insana adicción a competir inoculada de forma tan efectiva en ciertos ámbitos de la sociedad norteamericana, solo que en el caso de Trump adquiere tintes tan enfermizos que le crees capaz de jactarse incluso de haberte superado en el nivel de colesterol.  La biografía de Trump escrita –supervisada al menos– por Trump exhibe, a falta de virtudes, posesiones jalonadas por un interminable inventario de cifras victoriosas. Cada detalle que pueda ser reducido a un número será expuesto para atestiguar su triunfo y satisfacer así su onanismo ególatra; ya sea el primer puesto ocupado en las listas de ventas por uno de sus libros, el número de ejemplares vendidos o los ratios de audiencia de The Apprentice (El Aprendiz), programa de televisión en el que participaba.

Leer este retrato de Trump pagado por Trump sirve también para certificar la alergia a la elegancia de este rico para el que nada tiene valor si no se traduce a un importe: “En Julio de 2008, el señor Trump vendió un solar que poco antes había comprado por 40 millones en Palm Beach por la cantidad récord de 95 millones”. Es curioso cómo, en un intento de elevar en el lector la consideración hacia el protagonista, cada nuevo dato aportado por este catálogo de proezas le hace caer un peldaño más bajo: “El señor Trump es uno de los oradores mejor pagados del mundo. En septiembre de 2011, el señor Trump dio un discurso en dos ciudades de Australia por más de tres millones de dólares”.

En el colmo del ridículo, esta hagiografía por encargo llega a resaltar que la frase “Estás despedido” que pronunciaba Trump en el reality televisivo The Apprentice, alcanzó el tercer puesto entre las “más importantes coletillas televisivas de todos los tiempos”.

No es extraño que, en esa obsesiva visión piramidal de la vida donde detrás del uno no hay nada, Trump se queje de recibir un trato injusto por parte de la revista Forbes, que le sitúa en el número 324 de las mayores fortunas del mundo con 4.500 millones de dólares, mientras que él afirma duplicar esa cantidad si se tiene en cuenta el valor de la marca Trump, por cuyo uso pagan algunas empresas que, como estrategia de venta, quieren estamparla en sus productos.

En la web de The Trump Organization hay una buena muestra de algunos de los que sí comercia directamente la empresa matriz: vinos, muebles, su colección de moda en la que las corbatas se promocionan con el sorprendente texto: “Han tenido gran acogida entre los compradores que emulan el estilo Trump”. O sus perfumes: Imperio y –cómo no– Éxito, cuya imagen de marca es, irónicamenre, Ximena Navarrete, una miss mundo mejicana.

No es la única paradoja empresarial del hombre que se ha propuesto instalar a su país en un proteccionismo económico que su propia corporación no practica. El Washington PostWashington Post informaba en 2016 que muchos de los productos que comercializan las empresas de Donald Trump estaban fabricados fuera de los Estados Unidos. Camisas hechas en Vietnam, gafas de sol producidas en China, muebles ensamblados en Turquía… y así hasta un total de doce países.

Como paradójico resulta acceder a la página de reservas de, por ejemplo,  el Trump New York Hotel, y comprobar que puedes reservar una habitación con vistas a Central Park y –¡oh, bendita incongruencia!– puedes hacerlo, además de en otros treinta idiomas, en español de España y español de Méjico.

Este es Donald Trump, el hombre más poderoso del mundo, un grotesco triunfador al que nos gustaría ver derrotado. Ha alcanzado la cima y, aunque él no lo sepa, ya ha iniciado el descenso. Dentro de unos años podrá añadir a su biografía un logro más: haberse dado el mayor batacazo de la historia. Esa es la buena noticia. La mala, que nos va a doler a todos.

Ojeando un libro de divulgación política en el que se define aristocracia como “el gobierno de unos pocos justificado en la premisa de que no todo el mundo está preparado para gobernar”, me topo con este perturbador párrafo: “Al ver las noticias todo el mundo ha experimentado alguna vez ese momento de confusión en que se ha preguntado: ‘¿Cómo ha podido salir elegido ese payaso? ¡Yo lo haría mejor que él!’ Este juicio, lo queramos o no, es también aristocrático”.  Llevo un par de meses en los que no hay día que no me asalte  esa reflexión en la persona de Donald Trump y por primera vez me enfrento a la posibilidad de que el problema no sea él sino yo, que, sin saberlo, guardo en mi interior un aristócrata impenitente. Jamás lo hubiera sospechado de mí. Es verdad que luzco apellido compuesto, pero desde que tuve uso de razón percibí mi entorno familiar como el de una familia normal tirando a pobre. Aunque pudiera ser que viviera engañado y lo que yo percibía como apreturas propias de la falta de recursos fueran en realidad debidas a un exceso de campechanía.

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