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Nada que celebrar

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“A los 12 años decidí que quería ser periodista y en ello estoy”. La frase está sacada del perfil de Twitter de una colaboradora y presentadora ocasional de Sálvame, el programa que emite Telecinco. Como les imagino esbozando una sonrisa maliciosa, me gustaría señalar que tal vez debiéramos reflexionar un momento sobre si la colaboradora en cuestión está más lejos o no de conseguirlo que algunos otros personajes de la profesión que ni siquiera se plantean la posibilidad de no haber alcanzado la meta. Son cosas de este oficio que –vuelvo a insistir- no es el mío y al que me acerco como quien, por tener hambre, se prepara un sándwich sin que por ello caiga en el ridículo de considerarse chef.

El pasado miércoles se celebró el Día Mundial de la Libertad de Prensa. La Federación Latinoamericana de Periodistas, entre otras organizaciones, afirmó en un comunicado que no tienen “nada que celebrar ante los asesinatos, desapariciones forzadas y demás agresiones, las mismas que yacen en la más absoluta impunidad". Hace un mes el periódico mejicano Norte de Juárez cerraba tras la muerte de la periodista Miroslava Breach.  Madre de tres hijos, fue encontrada en el interior de su coche víctima de ocho disparos y junto a ella una nota donde se explicaba el motivo de su crimen: “por ser una bocazas”. Como despedida, el director de Norte se dirigía a sus lectores afirmando que cerraba porque no se daban las garantías ni la seguridad para ejercer un periodismo crítico y equilibrado: “Todo en la vida tiene un principio y un fin y un precio que pagar. Y si esto es vida, no estoy preparado para que ninguno de mis colaboradores lo pague, ni tampoco estoy dispuesto a pagarlo yo”. En Méjico fueron asesinados el pasado año 10 periodistas.

Bajo el epígrafe “Libertad de prensa en el mundo”, Reporteros Sin Fronteras (RSF) publica cada año un informe al que adjunta una clasificación de 180 países atendiendo a cómo se desarrolla en ellos el ejercicio periodístico. Méjico ocupa el número 147. La ONG lo define como “el país más mortífero de América Latina para los periodistas”. El primer lugar lo ocupa Noruega, el último Corea del Norte. Entre los 16 primeros puestos, 13 son países europeos. Los otros tres, para sorpresa de nuestra mirada etnocéntrica, son Costa Rica, en el sexto lugar; Jamaica en el octavo y Nueva Zelanda en el décimotercero. España se sitúa en el puesto 29, ha mejorado cinco con respecto al pasado año. Entre los escollos que la libertad de prensa ha de sortear en nuestro país, RSF señala la “restrictiva Ley de Seguridad Ciudadana” y la “precarización sin precedentes” de la profesión como resultado de la crisis económica. También se hace eco de la acusación de todos los partidos al Gobierno de querer ejercer “un control escandaloso de la información en RTVE”. En términos generales, la conclusión, que el informe eleva a titular, es que la libertad de información retrocede en los países democráticos.

Este panorama tan poco halagüeño ha estimulado mi interés sobre cómo es ser periodista en lugares donde la libertad de prensa está gravemente comprometida. No me asiste ni el poder ni la valentía para comprobarlo in situ, de manera que me he limitado a echar una mirada al fruto de ese trabajo. Se trata de una mirada rápida, sin ninguna vocación de establecer sesudas conclusiones ni más pretensión que la propia curiosidad. Para este viaje virtual a un quiosco de prensa he elegido como destino Afganistán, animado por la paradoja de que, posiblemente y por desgracia, se trate de un país al que nadie viajaría hoy de manera voluntaria. Afganistán ocupa el puesto 120 de la lista y, según RSF, 2016 fue “el año más mortífero” para los periodistas afganos. El informe advierte de que, pese a que “la Constitución y el marco legal garantizan la libertad de información”, la eterna sensación de guerra civil, con la tenebrosa presencia en su territorio de talibanes y miembros del Estado Islámico, hace imposible proteger a los periodistas. Es la más grave pero no la única amenaza que han de soportar los informadores de ese país: “Numerosos gobernadores y políticos locales no aceptan la independencia de los periodistas, y las fuerzas del orden y los militares están implicados en diversos casos de violencia en su contra”.

No debe ser fácil en ese ambiente trabajar en The Daily Outlook, un digital afgano en lengua inglesa. Y menos publicar, como hacía el pasado miércoles, un editorial en defensa de la libertad de prensa en el que, en el relato de los avatares del ejercicio periodístico, recuerda cómo, en ocasiones, “ciertos sectores de la sociedad, con el apoyo del gobierno o de alguna de sus administraciones, presionan a la prensa para que no vayan en contra de su voluntad”. Unas actitudes, prosigue, que suelen responder a intereses privados “que pueden incluso implicar prácticas ilegales o la violación de la Constitución”, por lo que “a través de la maquinaria gubernamental imponen prohibiciones y restricciones a la prensa para que sus motivos no sean revelados”. Una denuncia nada difícil de hacer aquí pero ligeramente más comprometida cuando se hace en un país donde, por poner un ejemplo, las calles por donde uno tiene que transitar no tienen una buena iluminación nocturna.

Lo sorprendente de esta afirmación es que, a diferencia de ese plus de arrojo necesario para hacerla en Afganistán, lo dicho sea universalmente válido en la relación del periodismo con gobiernos, partidos y otras formas de poder económico y político. ¿En cuántos de esos ciento ochenta países de la lista de RSF sería conveniente recordar lo publicado por el The Daily Outlook? La envidiable Finlandia, sin ir más lejos, que durante cinco años encabezó el listado, ha perdido dos puestos por las sospechas de que en 2016 el primer ministro, Juha Petri Sipilä, presionó a dos periodistas de la radio pública que cubrían un caso de conflicto de intereses relacionado con él. De todas formas, no nos engañemos, el hecho de que sólo se diera un caso en todo un año sigue haciendo de Finlandia un paraíso, el Cancún de los periodistas.

Y ante cuántos gobiernos y otras instancias de poder sería muy aconsejable insistir, como hace el diario tras reclamar al ejecutivo afgano un esfuerzo para asegurar los derechos de los periodistas, que estos “no son parte del conflicto y no sirven al propósito de nadie”. No parece tampoco una recomendación inoportuna como reflexión pendiente para algunos políticos que consideran cualquier información que no les favorezca una versión interesada de los hechos.

El alegato del periódico afgano sigue cercenando de raíz todo atisbo de suficiencia occidentalista con el que pudiéramos acercarnos a él al no eximir a nadie de sus compromisos, y por eso –pertinente admonición también para algunos plumíferos- señala que “es importante que los periodistas cumplan con sus responsabilidades de la mejor manera posible. Que respeten la verdad cualquiera que sea la consecuencia para ellos mismos […] informar sólo de hechos que conozcan fehacientemente […] no suprimir información esencial ni alterar textos y documentos y no utilizar métodos injustos para obtener información”. Como apostilla, el párrafo me sugiere que si al carnet de periodista se aplicase el rigor del carnet por puntos, hay quien no podría tocar un teclado de por vida.

Ni info, ni Libre

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También está acertado el Daily Outlook al afirmar que “la reivindicación de los derechos de la prensa o de los periodistas no sólo es ventajosa para ellos, sino para toda la sociedad. Si la prensa y los periodistas son libres para hacer su trabajo, […] pueden ofrecer un retrato ajustado de la realidad social en que viven y ayudar a descubrir sus deficiencias. A menos que la gente perciba una imagen veraz de ella, es muy difícil tener conciencia y ser capaz de desempeñar un papel positivo dentro de ésta”. La realidad social afgana es dura y tremendamente complicada como demuestran los titulares de The Daily Outlook. La guerra y su consecuencia directa, el terror, ocupan gran parte de ellos. El mismo miércoles se produjo un ataque suicida en Kabul contra un convoy de la OTAN que dejó 8 civiles muertos y 24 heridos. No es la única dificultad a la que tienen que hacer frente. El diario nos cuenta también que Afganistán batió en 2016 un nuevo récord en la producción de opio, gran parte de cuyos beneficios son utilizados para financiar la insurgencia y prolongar de este modo la espiral de violencia. Según un informe del que se hace eco el digital, la falta de voluntad política para acabar con el problema y la ineficaz gestión del propio ministerio de lucha contra la droga son –valientemente- señalados como causas.

Otro de los titulares se refiere al trabajo infantil, la contratación de niños y niñas en la industria de alfombras y fábricas de ladrillos sobre la que el diario reclama al Gobierno una actuación urgente. La situación de la mujer es también caballo de batalla de la línea editorial del diario. Del mismo modo que lo es, como variante de ésta, su oposición al matrimonio infantil sobre el que un artículo de opinión se extiende en explicar el plan del Gobierno afgano que, junto a organizaciones internacionales, intenta erradicarlo en los próximos cinco años. La compleja solución de este asunto queda patente en la delicada exposición con la que el autor desgrana su persuasivos argumentos, entre los que no falta una inicial alusión a la religión para contradecir a quienes acuden a ella para justificar la vigencia de esta costumbre atroz. Esa sosegada reflexión sobre una cuestión capaz de generar tanta legítima indignación no es obstáculo para  la firmeza con que el autor pide la implicación de las autoridades religiosas, “que el clero y el Consejo de Ulemas difundan la conciencia sobre los derechos de las mujeres”, así como campañas institucionales contra estos matrimonios y la concienciación por parte de los medios.

En definitiva, el periodismo mostrando su mejor cara: la que a través de la información veraz y contrastada, la reflexión serena y la defensa y proselitismo de los valores democráticos ayuda al progreso de una sociedad. La mala noticia es que, dependiendo de quien lo practique, el periodismo puede servir también justo para lo contrario.

“A los 12 años decidí que quería ser periodista y en ello estoy”. La frase está sacada del perfil de Twitter de una colaboradora y presentadora ocasional de Sálvame, el programa que emite Telecinco. Como les imagino esbozando una sonrisa maliciosa, me gustaría señalar que tal vez debiéramos reflexionar un momento sobre si la colaboradora en cuestión está más lejos o no de conseguirlo que algunos otros personajes de la profesión que ni siquiera se plantean la posibilidad de no haber alcanzado la meta. Son cosas de este oficio que –vuelvo a insistir- no es el mío y al que me acerco como quien, por tener hambre, se prepara un sándwich sin que por ello caiga en el ridículo de considerarse chef.

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