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Los impostores

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Leo en la revista femenina de un diario un artículo titulado Por qué el 'síndrome de la impostora’ sigue atormentando a las mujeres. El tal síndrome se define como “un problema de falta de autoestima y confianza para desarrollar puestos en espacios tradicionalmente masculinos, que se suple con exceso de presión y carga de trabajo”.

El texto cita a expertos en cuestiones de género que explican el origen de este padecimiento en los distintos roles en que son educados niños y niñas. Según afirman, estos roles suponen un “caldo de cultivo perfecto para que las mujeres sientan de forma masiva el síndrome de la impostora”. En consecuencia, tratarán de suplir lo que ellas entienden como una falta de capacidad con un mayor esfuerzo y más horas de trabajo. Del mismo modo, atribuirán el resultado positivo a ese esfuerzo adicional y no a sus capacidades, por lo que el síndrome se refuerza.

Los psicólogos sociales han estudiado este síndrome desde, al menos, los años 70, cuando dos terapeutas norteamericanos utilizaron el concepto para describir la experiencia interna de un grupo de mujeres en puestos de alto rendimiento que sentían secretamente que no eran tan capaces como otros pensaban. Es verdad que el origen exclusivamente femenino del término ha quedado superado al comprobarse que, aunque ciertamente se da en mayor número entre mujeres, afecta también a hombres que, no exclusivamente en el ámbito laboral, han de enfrentarse a un nuevo rol o asumir determinadas responsabilidades. De ahí que también se enuncie en masculino, esto es: síndrome del impostor.

A mí el síndrome del impostor me es enormemente familiar. Reconozco haberlo padecido intermitentemente hasta que logré superarlo. El terreno en el que me muevo profesionalmente –el ámbito de la televisión– es un territorio donde, a poco que te descuides, tu autoestima se sumerge en las arenas movedizas del shareshare. Un mundo donde conviven la incapacidad para emitir un juicio objetivo sobre el trabajo creativo con la rotundidad del dato de audiencia que lo califica. De esa mezcla no puede salir nada bueno. Y, sobre todo, salen pocas certezas. Tal vez la única sea que en televisión funciona lo que ya ha funcionado.

Una incontestable premisa que convierte en ocasiones la programación televisiva en una suerte de espejo en el que las parrillas se ven pobladas de formatos gemelos: saltos de piscina, programas de cocina, programas de cocina con niños, niños cocinando al tiempo que hacen saltos de piscina… Esta última es una idea en la que estoy trabajando aunque no acabo de solucionar cómo evitar que la comida se enfríe al caer al agua. Un remedio sería vaciar las piscinas pero seguro que algún telespectador tiquismiquis se quejaba al defensor del menor.

Si pongo como ejemplo mi universo profesional es porque el medio televisivo tiene un curioso estándar en lo que a aciertos se refiere: un 20% de éxitos en nuevos estrenos se considera una media aceptable. Es decir, que el hecho de que de diez programas que se ponen en antena fracasen ocho parece algo normal. ¿Se imaginan un nivel de aciertos semejantes entre el gremio de cirujanos coronarios?

¿Qué hacer en este entorno? ¿Cómo actuar? ¿Sucumbir a la tentación de la honestidad y confesar ante un proyecto original que no se sabe si funcionará ni qué hacer si no funciona o disfrazar los miedos e inseguridades bajo el tranquilizador maquillaje de la impostura? Particularmente, siempre he sido partidario de la inconsciencia. Una huida hacia delante que, al menos, dé sensación de movimiento. Es injusto que quienes tenemos que responsabilizarnos de ese enorme número de fracasos tuviéramos, además, prohibido impostar una pétrea seguridad que disfrace nuestras íntimas vacilaciones. Por eso estoy convencido de que la impostura hay que ejercerla sin pudor, abrazarnos a ella como único salvavidas en un mar de incertidumbres. Es más, regocijarnos en su práctica. ¿Por qué conformarse con no ser un impostor si puedes ser el mejor de los impostores?

He asistido a reuniones donde, a veces, ni siquiera estaba claro el motivo de la convocatoria, pero ello no ha impedido el que los asistentes, la mayoría hombres, saliésemos de ella con la convicción de haber resuelto el delicado asunto que allí nos convocaba. He sostenido la mirada durante quince minutos, asintiendo como si lo entendiera, a un señor con un discurso impenetrable pero dicho con tanto aplomo y seguridad que era imposible pensar que pudiera no tener razón. Luego he tomado la palabra yo y he pronunciado uno igualmente enmarañado y él –agradecido por no descubrir su impostura-  me ha correspondido asintiendo de igual forma. Luego nos hemos felicitado por estar de acuerdo sin tener muy claro ninguno de los dos qué es lo que hemos acordado. Así somos los impostores profesionales: una hermandad, camaradas conjurados en un teatro solidario que nos hace parecer inasequibles a la duda.

Esa es la buena noticia, chicas. No estáis solas. El mundo está lleno de impostores. De hecho, si el mundo funciona es gracias a esa impostura sin la cual la escasa certeza de que disponemos nos paralizaría porque haría imposible cualquier decisión.

Mirad a vuestro alrededor. ¿Veis a alguien que no lo sea? Ahuyentad cualquier tipo de remordimiento, holgaos en la impostura porque es muy posible que ese hombre ante el cual os sentís un fraude sea, de verdad, un fraude mucho mayor. Os daré una pista que os ayudará a calibrar la tremenda injusticia de dejarse conquistar por este síndrome: según los expertos, los verdaderos impostores y los idiotas raramente lo padecen.

Leo en la revista femenina de un diario un artículo titulado Por qué el 'síndrome de la impostora’ sigue atormentando a las mujeres. El tal síndrome se define como “un problema de falta de autoestima y confianza para desarrollar puestos en espacios tradicionalmente masculinos, que se suple con exceso de presión y carga de trabajo”.

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