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El mal humor

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El humor está sobrevalorado. Con el pacifismo también pasa. Tomemos por ejemplo a Gandhi, continuamente alabado por su rechazo de la violencia. ¿Acaso tenía Gandhi otra opción con ese físico? ¿Se imaginan a un Gandhi en plan gallito señalando a alguien con el dedo diciéndole “No me cabrees o, o… ¿O qué, Gandhi? ¿Qué daño vas a hacerme? ¿Contagiarme tu anemia?”.

Esta reflexión sobre humor y pacifismo viene a cuento de la aparición del libro No disparen al humorista, de Darío Adanti, humorista gráfico y cofundador de la revista satírica Mongolia, y a quien hace poco más de una semana entrevistaba infoLibre con motivo de su publicación. Adanti hacía algunas afirmaciones sobre los límites del humor con parte de las cuales estaba en cordial desacuerdo. Luego, a medida que he ido leyendo otras entrevistas suyas en distintos medios, he descubierto que, aunque mi discrepancia inicial no ha desaparecido del todo, comparto con él bastantes de sus reflexiones con respecto al humor.

Mi relación con esta disciplina es de índole profesional, lo cual no significa que sea un profesional del humor, pero sí que en gran medida mi trabajo consiste básicamente en generar contenidos cómicos o ayudar a hacerlos. Y creo que el humor tiene límites. Uno sólo, pero fundamental e ineludible. Humor es sólo aquello que es humor. Y este humor que es sólo humor queda únicamente limitado por lo que, bajo la pretensión de serlo, no lo es. Y no lo es por la falta de gracia o por exceso de bilis. Me explico.

Paralelamente a lo que ocurre con el periodismo, en el que parece urgente separar la información veraz y contrastada de la pura intoxicación –no sólo por el bien de la profesión sino también para advertir a incautos–, en el humor está ocurriendo algo parecido. Del mismo modo que florecen al amparo de las nuevas tecnologías las fake news, una noción falsa del humor, revanchista, vengativa e innecesariamente cruel parece estar triunfando, sobre todo en el ámbito de las redes sociales. En ocasiones aparece enmascarado como respuesta, torpe y desproporcionada, al corsé de la corrección política dentro de la cual –es cierto– el humor se asfixia y muere.

Es verdad que el humor –y en consecuencia el humorista– tiene que ser intrépido, valiente, un explorador avezado dispuesto siempre a zafarse de cualquier tipo de sujeción que quiera someterlo. Pero no es menos cierto que hay quien, poco dotado para esas expediciones, se aventura en las afueras de esa corrección con tan poca fortuna que en el fruto se acaba percibiendo más una audacia desabrida que cualquier rasgo de comicidad.

Pero vayamos a lo fundamental del asunto: definir qué cosa no es humor. Nos será de ayuda para este empeño una premisa que, aunque muchos atribuyen a Mark Twain, tiene un origen incierto, cuestión que no le resta fortaleza: “El humor es tragedia más tiempo”. El tiempo, bálsamo anestesiante, permite, por ejemplo, que hoy podamos considerar el nazismo materia prima para el chiste. Con matices. No es lo mismo que un chiste de este tipo lo haga Woody Allen a que lo haga el líder de Pegida. Y la prudencia –que no es virtud reñida con el humor– requiere hacerlo con todas las reservas y el tacto que aconseja el tratamiento humorístico de semejante drama.

Aceptando, eso sí, el peligro añadido que tiene bromear con el horror: la banalización del mismo. En nuestro país, convertir a terroristas en simples jóvenes alocados o a Franco en un abuelete con malas pulgas, favoreciendo los intereses de un relato revisionista siempre atento a sacar partido.

Coincido con Darío Adanti en que las redes sociales han acortado el tiempo de respeto hacia el drama que exigen las leyes de la comedia, pero es una costumbre que nadie obliga a seguir. Es lamentable que cualquier desdicha –sobre todo si la desdicha la sufre alguien que no goza de nuestras simpatías, sean políticas o de otro tipo– se convierta de inmediato en una mina de la que extraer el negro mineral del chiste, de tal forma que donde antes acudían de manera urgente las ambulancias ahora parecen acudir algunos humoristas y sus acólitos.

Pero volvamos a ese tiempo que necesita la tragedia para poder convertirse en materia de humor. Un tiempo que no debe entenderse en un sentido exclusivamente cronológico sino también como distanciamiento intelectual. Es verdad que la comicidad –Henry Bergson lo explica en su ensayo La Risa necesita para su concurrencia de una cierta insensibilidad. Surge lo cómico allá donde el individuo ha adormilado al sentimiento, si no se ha despojado del todo de él. Es gracias a esa sensibilidad aletargada que puede contemplar divertido cómo alguien pisa una cáscara de plátano, resbala y cae contra el suelo sin que la empatía con el sujeto y el dolor que le provoca la caída imposibilite la risa.

Precisamente es en esa necesaria separación entre intelecto y sentimiento que hace posible la risa donde para mí radica la esencia que nos ayuda a diferenciar qué es humor de lo que no lo es. Una cuestión de paladar que nos permite apreciar cómo en determinados chistes la voluntad de hacer daño se percibe de forma más patente que el deseo de hacer reír. Es ahí donde ese necesario distanciamiento que señala Bergson se torna ya un abismo tal que casi despoja al autor de la ocurrencia de la condición humana y, del mismo modo que la empatía con la víctima nos impide reír, el rechazo que provoca el chiste radicalmente deshumanizado unido a la sospecha sobre las verdaderas intenciones de su autor nos causa el mismo efecto. Pondré unos ejemplos sacados del timeline de Twitter de la revista Mongolia.

Me gustaría señalar antes que si los he elegido como muestra es porque Mongolia es una revista de claro signo izquierdista y porque creo, como Adanti, que últimamente la izquierda se ríe mal, que es incapaz de burlarse de ella misma habiendo abundantes motivos para ello, que algunos de sus miembros confunden el ácido sabor del humor negro con la pura bilis. Y porque creo también que el humor es como un bisturí: en buenas manos puede tener una función quirúrgica, sanadora, mientras que rudamente usado puede hacer mucho daño. He leído a Darío Adanti afirmar que cuando se ofende con un chiste se pide perdón. Una actitud que practico desde la humildad y, por qué no admitirlo, también justamente desde la actitud contraria: una soberbia pragmática que me lleva a pensar que si no has entendido mi chiste, mejor te pido perdón antes que explicártelo. Era Mark Twain –creo que esta vez sí– quien decía que el humor es como una rana, si lo viviseccionas, se muere.

Vayamos al día de autos. El 12 de octubre de 2014, la revista Mongolia se dirige en Twitter a Alfonso Merlos, periodista de 13TV: “@alfonsomerlos, aparte de meterte con una enferma de ébola, ¿has retirado el bote enorme de gomina del baño de @13tv_es? Molesta a los compas”.

Se puede adivinar el contexto de este tuit. Muy posiblemente, como venía siendo habitual en esos días, Merlos habría responsabilizado del contagio de ébola a la propia enfermera por su mala praxis para, en consonancia con la consigna de la derecha mediática en esos días para eximir de responsabilidades a la insuficiencia de medios y falta de un protocolo adecuado por parte de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, entonces en manos del Partido Popular.

Poco después, la crisis del ébola en nuestro país vivía un nuevo episodio: el misionero español Miguel Pajares era repatriado desde Liberia gravemente enfermo en un avión medicalizado. Recuerdo en algunos ambientes de la izquierda una cierta disposición negativa a esa repatriación del sacerdote, que finalmente fallecería. En algunos casos legítimamente fundada en criterios sanitarios y en otros en el deseo de desgastar a un Gobierno de derechas que estaba haciendo una gestión desastrosa de la crisis. En aquellos días tuve ocasión de hablar directamente con miembros directivos de algunas ONG que apuntaban a lo necesario de esas repatriaciones básicamente por dos motivos: porque sólo en un país con medios sanitarios adecuados se podría salvar la vida del afectado en el caso de que la infección se pillara a tiempo y porque, de no hacerlo, ¿qué mensaje se les estaría trasladando a los cooperantes que de manera altruista desarrollaban su labor humanitaria fuera de nuestro país?

La misma tarde en que el avión trasladaba a un Pajares en estado muy grave a España, la revista Mongolia –su community manager- tuiteaba: “Cuando dijeron al Carlos III que iban a ingresar a Pajares con ébola, contestaron: “Joder, el de Los Bingueros está cada vez peor”.

Más tarde, otro tuit en el que aparecía el titular de un periódico con una afirmación de Pajares: “El padre Miguel al ser evacuado: 'Estos nos han metido el diablo dentro'”. El misionero se refería al equívoco cometido en un hospital de Monrovia que provocó su contagio. Bastaba acceder a esa información para entender que la expresión nada tenía que ver con ese tipo de afirmaciones de algunos iluminados que achacan directamente a Dios o al diablo el origen de determinadas tragedias. El tuit decía: “Es cierto que al cura el ébola le está afectando la puta cabeza.”

Más tarde, junto a la foto del interior de un avión transformado en hospital, otro tuit: “Nos dicen que el próximo viaje de un cura enfermo de ébola lo anima Mario Vaquerizo”. Y otro más: “Muy contentos de que el cura con ébola ya esté en España”, acompañado de un enlace a una secuencia de la serie televisiva Aquí no hay quien viva titulada Vamos a morir todos. El último decía: “Aparte de la Palabra, este cura nos trae el Ébola”.

¿Soy yo o se percibe una diferencia de trato entre la enfermera y el misionero? Creo que no sería muy arriesgado afirmar que esa diferencia tiene que ver con la condición de sacerdote de Pajares. No imagino esos tuits tan faltos de humanidad si el enfermo repatriado fuera un sanitario de Médicos sin Fronteras.

Estos tuits son sólo un detalle que no pretende descalificar en absoluto a Mongolia ni define su humor que, aunque bruto, como les gusta denominarlo, no suele alcanzar estos niveles de aspereza. En esos tuits está para mí la frontera entre el humor y lo que no lo es. No me parece que delimite  un terreno angosto. No creo que esos chistes deban hacerse. No creo que sean chistes, no tienen nada que ver con el humor. Tampoco creo que deban ser prohibidos, la libertad de expresión los ampara. A fin de cuentas, la libertad de expresión es como donar sangre: una vez la has donado no puedes evitar que sirva para salvar a un tipo que te cae muy mal.

Vivimos un tiempo peligroso para lo cómico que refleja bien el título del libro de Adanti, al que –estoy convencido– supongo ajeno a esta tarde loca de su community manager. No hay que disparar al humorista aunque, a veces, en reciprocidad, habría que pedir al humorista que falsamente se hace pasar por tal que entregue sus armas y se dedique a otra cosa.

El humor está sobrevalorado. Con el pacifismo también pasa. Tomemos por ejemplo a Gandhi, continuamente alabado por su rechazo de la violencia. ¿Acaso tenía Gandhi otra opción con ese físico? ¿Se imaginan a un Gandhi en plan gallito señalando a alguien con el dedo diciéndole “No me cabrees o, o… ¿O qué, Gandhi? ¿Qué daño vas a hacerme? ¿Contagiarme tu anemia?”.

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