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Politología para 'dummies'

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Hace tres meses que dejé de ir al psicoanalista y empecé a ir al politólogo. En realidad, me vi forzado a tomar esa decisión después de una discusión por un asunto banal: me quejaba durante una sesión de no entender cómo podía haber gente en Twitter que se atreviese a llamar facha a Iñaki Gabilondo, e incluso compararlo con Marhuenda, cuando el terapeuta se dirigió a mí con ese tonito de madre severa que tienen a veces los psicoanalistas para decirme que cuándo iba a dejar de entrar en Twitter de una puta vez. Ofendido, incapaz de reconocer la justeza del reproche, no pude contenerme y le respondí airadamente que dejaría de entrar en Twitter el mismo día que él dejara de entrar en Instagram para subir fotos con Igor, su novio ucraniano. De un salto se puso en pie y me señaló la puerta de salida de la consulta. Le dije que eran sólo las cinco y media, que había pagado por una hora y que hasta que no fuesen las seis no pensaba moverme del diván y –ahí no estuve elegante, lo reconozco– que pasar consulta con pantalones pirata me parecía muy poco profesional. Hecho una furia llamó a Igor con la intención de intimidarme pero, para su desdicha, en lo de los pantalones piratas Igor me dio la razón a mí.

El caso es que, como digo, hace tres meses que voy al politólogo. Por lo privado. Incomprensiblemente en los tiempos que corren, la consulta politológica no está incluida en la cartera de servicios de la Seguridad Social. Voy al mismo que va Verstrynge. Es de Alcantarilla, Murcia, tendrá unos cincuenta y tantos y ha vivido los tiempos duros de la politología en este país. Años en los que el único politólogo invitado por una televisión fue uno que apareció tocando Clavelitos con un peine en El Semáforo, el programa que presentaba Jordi Estadella. Hoy los canales se los rifan y no es extraño verlos en los photocall de los grandes eventos en compañía de impresionantes modelos, actores consagrados y raperos exitosos.

El mío tiene un cierto halo de esotérico. A ello contribuye su afición a las túnicas y su apego a la estética oriental acreditado en la presencia en la consulta de tapices, puffs y un eterno olor a sándalo o las fotos del Dalai Lama en el salpicadero de su Hummer.

Me está siendo de mucha ayuda. Pasamos una hora a la semana, uno frente al otro, ambos en la posición del loto sobre una esterilla de cáñamo –llevo dos meses yendo a Pilates para conseguir sentarme así– intentando poner en orden el demoníaco embrollo en que se ha convertido la política española.

El lunes tuve sesión. Después de cinco minutos mirándonos en silencio con un lastimero sitar como fondo musical, sin apenas gesticular se dirigió a mí con su voz de barítono murciano:

-Presumo que quieres hablar de las primarias del PSOE, ¿no es así?

- Sí, Sansad. –en realidad, se llama Rafael pero, a la vuelta de un viaje a la India, se autobautizó como Sansad, “parlamento” en hindi–. ¿Cómo puede alguien olvidar un nombre tan fácilmente? –le dije en referencia a la comparecencia de Susana Díaz tras conocerse los resultados–.

Él, como siempre que le parece que mi pregunta no es acertada o entiende que he equivocado el enfoque, evitó responderme y me propuso otra cuestión.

-¿Merece ganar alguien que pierde de tan mala manera?

Asentí y medité un momento sobre su apreciación, pero no mucho porque son ciento treinta euros la hora –diez más que el psicoanalista– y, si quiero sacar algo en claro, me tengo que dar prisa.

-Maestro Sansad, ¿cree que, una vez asumida y procesada la derrota, Díaz apoyará a Sánchez?

Sansad se entretuvo un momento para alisar sobre su pecho los picos de un fular rojo de seda y acompañó sus palabras con un leve asentimiento.

-Si ha aprendido la lección, así lo hará. Ha quedado demostrado que la mejor forma de cargarte a alguien en el PSOE es apoyarlo.

A continuación le pregunté cómo es posible que experimentados pesos pesados de la política como los que han apoyado a Díaz en las primarias no hayan sabido entender que, precisamente ese apoyo, en un momento político de general rechazo a las elites al que la militancia de su partido no era ajena, servía de combustible para impulsar a Sánchez. Sansad, sin necesidad de meditar la pregunta, con ese brío con que se entregan a las cuestiones peliagudas los politólogos, me respondió:

-Desgraciadamente, los políticos jamás conocen del todo a la militancia de su partido. Sin embargo, afirman saber perfectamente lo que quieren los militantes de los demás. En cuanto al rechazo, es tan frecuente que viva oculto bajo un exceso de autoestima que, habitualmente, permanece ignorado hasta el instante antes de sufrirlo.

Al ver que yo no lo había pillado del todo y un poco fastidiado por el inútil esfuerzo retórico, apostilló: “Lo de la cobra a Chenoa”.

-¿Tú con quién ibas? –me preguntó, tomando él la iniciativa–.

Le confesé que, al igual que me pasa con el resto de partidos, siento cierta debilidad por aquellos políticos que hablan a los ciudadanos como si fuéramos adultos, actitud que en el PSOE identifico, por ejemplo, con Gabilondo.

- ¿Quién? ¿El facha?

Si eso me lo dice el psicoanalista lo ahorco con el fular, pero Sansad impone un respeto que me desarma.

-No, el otro, Ángel. ¿Cree que ese tipo de políticos podría ganar alguna vez unas primarias, maestro?

-Jamás –me contestó con inequívoca firmeza–. La democracia se creó para elegir al mejor candidato. Lo de elegir al más apto tiene que ser por oposición.

Incliné la cabeza en señal de acuerdo y él desvió un momento la mirada hacia los altavoces en los que, concluido el cedé, el sitar había dejado de sonar. Lo del sitar es lo que peor llevo. Una hora de sitar es mucho sitar, así que, para evitar que volviera a ponerlo retomé rápido la conversación.

-Maestro, ¿hemos asistido a la última rebelión pendiente en el sistema partidario? La de la militancia que tan sumisa a las indicaciones de las cúpulas se ha mostrado siempre. ¿Cundirá el ejemplo en otras formaciones? ¿Estamos a las puertas del empoderamiento definitivo de la figura del militante?

Con armoniosa delicadeza, Sansad estiró la mano izquierda y giró el cuello como si fuese a componer un movimiento de taichí al tiempo que en su muñeca, asomando bajo la manga de lino, apareció un Cartier de cincuenta mil euros. Lo miró.

Ni info, ni Libre

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-Sólo te queda saldo para una pregunta. Elige.

-Entonces, maestro, dígame: ¿Sabrá Pedro Sánchez ser magnánimo en la victoria, sustraerse a la tentación revanchista, conseguir cerrar heridas con una gestión integradora, ganarse la siempre difícil lealtad de los perdedores y ejercer, en definitiva, un liderazgo inteligente?

-Puede ser –admitió no muy convencido– aunque tal vez le estemos pidiendo demasiado a la misma persona que nombró Secretario de Organización a César Luena.

Hace tres meses que dejé de ir al psicoanalista y empecé a ir al politólogo. En realidad, me vi forzado a tomar esa decisión después de una discusión por un asunto banal: me quejaba durante una sesión de no entender cómo podía haber gente en Twitter que se atreviese a llamar facha a Iñaki Gabilondo, e incluso compararlo con Marhuenda, cuando el terapeuta se dirigió a mí con ese tonito de madre severa que tienen a veces los psicoanalistas para decirme que cuándo iba a dejar de entrar en Twitter de una puta vez. Ofendido, incapaz de reconocer la justeza del reproche, no pude contenerme y le respondí airadamente que dejaría de entrar en Twitter el mismo día que él dejara de entrar en Instagram para subir fotos con Igor, su novio ucraniano. De un salto se puso en pie y me señaló la puerta de salida de la consulta. Le dije que eran sólo las cinco y media, que había pagado por una hora y que hasta que no fuesen las seis no pensaba moverme del diván y –ahí no estuve elegante, lo reconozco– que pasar consulta con pantalones pirata me parecía muy poco profesional. Hecho una furia llamó a Igor con la intención de intimidarme pero, para su desdicha, en lo de los pantalones piratas Igor me dio la razón a mí.

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