Si han visto Sueños de un seductor, recordarán cómo al personaje que interpreta Woody Allen se le aparece Humphrey Bogart para darle consejos sobre la manera de conducir su vida. A mí, desde que hace unos días anunciara en una entrevista la próxima victoria del yihadismo “porque ellos tienen cojones”, me pasa lo mismo con Pérez Reverte. Por la mañana, bajo al bar a desayunar, me siento en la barra y, de repente, miro al lado y allí está él, en vaqueros, camisa caqui y un chaleco de reportero, el complemento perfecto de su apabullante masculinidad. Lo descubro mirando despectivamente la taza que acaban de servirme.
–¿Descafeinado? ¿Así estamos?
–¿No te parece bien?– le pregunto.
–Siempre que sea para que no te apague el sabor del coñac… Porque vas a echarle coñac, ¿no?
Cohibido por su presencia, asiento instantáneamente como si llevara pensando en eso desde que me desperté. Hago una señal al camarero y estoy a punto de pedir un Courvoisier pero noto la mirada de Pérez Reverte clavada en mí y corrijo hablando desde el diafragma para que mi voz parezca más viril:
–¡Soberano!
El camarero acude botella en ristre y noto cómo Arturo mira satisfecho en derredor para, cómplice de mi arrojo, cerciorarse de que los asistentes se han percatado de mi decisión. Vierto la copa en la taza y me dispongo a desayunar pero aún noto el pinchazo de su mirada. Giro la cabeza para descubrir a qué se debe.
–¿No le pones Tabasco a las tostadas?
–¿Perdón?
–Tabasco –me dice señalándome el frasco sobre la mostrador–. ¿Eres de esos delicaditos a los que no les va el picante?
Tomo el bote de Tabasco con decisión suicida.
–Sí, sí, claro, en qué estaría pensando –y extiendo una generosa ración sobre las rebanadas.
En ese momento desaparece. Me tomo las tostadas y apuro el café de un trago por temor a que, como hizo el lunes, vuelva y quiera olerme el aliento. Salgo a la calle con un insoportable ardor de estómago y me dirijo a casa.
Apenas doblo la esquina me lo encuentro apoyado en un semáforo. Espero a que la luz de peatones se ponga en verde y cuando lo hace echo a andar con él acompañándome.
–Mira qué torda viene por barlovento.
Dirijo la mirada al frente y veo por la izquierda a una chica rubia que cruza la calle en dirección contraria a la nuestra.
–Está que te rilas la pava. Dile algo.
–¿Cómo? –le pregunto temiéndome lo peor.
–Un piropo.
–Lo siento, Arturo, no puedo. Considero que el piropo es una expresión irrespetuosa, anacrónica y…
–¡Tu puta madre es anacrónica! –me suelta con los ojos fijos en la chica–. Aprende.
Cuando llega a nuestra altura, Pérez Reverte se para, echa las manos atrás, inclina el torso hacia delante, saca el cuello como una tortuga y, girando la cintura al compás del paso de la muchacha, le suelta:
–Eso es andar y lo demás joder el suelo.
Avergonzado por el arrebato machista de mi acompañante, me veo obligado a intentar compensarlo de algún modo y apostillo:
–El suelo… de todos y todas.
No surte efecto. La joven nos observa un momento con indisimulada repulsión y nos hace una peineta. La escena concluye con una reflexión de Arturo.
- Qué raro, no parecía lesbiana.
Luego vuelve a esfumarse y yo sigo adelante pensando que esto no puede seguir así. Tengo que reunir el valor suficiente para decirle que me deje en paz. No me interesan sus manidas anécdotas de corresponsal de guerra, ni su intento de contagiarme su recia visión de la vida, ni ir todas las noches al Deborah Club a charlar con mulatas y narcos.
Cuando llego al portal, Paco, el portero, me sale al paso.
–Arriba le espera un señor muy raro. Me ha dicho no sé qué de que me parezco a un chisni o un chetnik que conoció en Croacia. Y cuando le he preguntado si le pedía el ascensor, me ha mirado ofendido, me ha escupido a los pies y ha subido andando.
Vivo en un décimo. Cuando salgo del ascensor Reverte está en el rellano, destrozado por el esfuerzo, vomitando inclinado sobre un paragüero. Al verme se recompone e intenta disimular inventando un excusa.
–Anorexia nerviosa. Secuelas del Líbano.
Giro la llave y le cedo el paso. Se adentra en el pasillo que conduce al salón, llega hasta la ventana y corre las cortinas.
–Francotiradores, nunca se sabe –me explica. Luego mira alrededor asintiendo.
–Está bien tu chabolo. Demasiadas plantas. No serás uno de esos vegetarianos que...
No acaba la frase porque entre las macetas, inmóvil, divisa a Nora.
–¿Y eso?
–Una iguana.
–¿Las guisas en adobo como en Veracruz o con tamales como en Chiapas?
Ante mi cara de extrañeza su extrañeza es aún mayor.
–¿No te las comes?
No contesto. Me siento al escritorio, saco el portátil de una mochila y lo pongo sobre la mesa. Cuando lo ve entorna los ojos en un gesto de sospecha.
–Así que un Mac.
Me mira de arriba abajo y me pregunta muy serio.
–¿Eres… de la piompa?
–¿De la qué? –pregunto extrañado.
–Canco, vagoneta, bujarrón, ya sabes: un poquito… melancólico. Les pasa a la mayoría de los tíos que usan Apple. Diseño gráfico, rollo elegante, la rueda de pantones… Cuando te quieres dar cuenta tienes detrás a un maromo clavándote el USB. Yo uso Android, de “andros”, hombre en griego.
–Soy heterosexual –le tranquilizo–, aunque respeto todas las tendencias.
–Yo también, me sorprende–. Me da igual si un tío quiere ser macho o muy macho. Lo que no soporto es el mariconeo. Bueno, ¿de qué vamos a escribir hoy? –me dice frotándose las manos mientras se sienta a mi lado–. ¿Qué te parece el sitio de Fuenterrabía? Ahí hay tema.
No me atrevo a decirle lo que de verdad me parece y, tímidamente, le replico.
–No sé, había pensado en algo más actual.
–Ya, tienes razón. ¿Fernando VII?
Y así toda la semana. No hay forma de llevarlo a algo que no sea anterior al siglo XIX. Tengo que ser muy sutil en mis reticencias para evitar que monte en cólera. Como cuando le dije que Gitano, la película que guionizó y que protagonizaban Joaquín Cortés y Laetitia Casta, me parecía un videoclip. Para convencerme de que es una obra maestra que no funcionó por culpa de la mala distribución me ha hecho verla tres veces. Los dos sentados, ante el televisor, con él murmurando todos los diálogos a la par que los actores y dándole un rato al pause cada vez que sale su nombre en los títulos de crédito.
En 2011 Pérez Reverte fue condenado por plagio –sentencia ante la que mostró su absoluto desacuerdo– y obligado a pagar, junto al director de la película, 200.000 euros. Viendo el engendro pienso que, aunque él no lo sepa, reclamar la autoría del guión de Gitano es la mayor prueba de hombría que el académico que ocupa la silla T haya podido dar: hay que tener más cojones que Boko Haram para reivindicar que uno ha escrito eso.
–Arturo, no acabo de ver lo de Fernando VII. Estaba pensando en escribir sobre un asunto con el que el lector pudiera sentirse identificado, que tenga que ver con su día a día, si es posible con un toque de denuncia.
–Entiendo.
Se pone de pie. Da un par de pasos en silencio por la habitación. De repente se vuelve hacia mí y chasquea los dedos.
–Lo tengo: el M-16 frente al Kalashnikov. ¿Puedes creer que, en terrenos húmedos, el M-16 sigue encasquillándose?
Quedan unas tres horas para entregar la columna y, o acabo con esto de una vez por todas, o no voy a poder terminarla. Y, aunque estoy seguro de que Reverte catalogaría al director de infoLibre entre los humanos que no tienen media hostia, me gusta cumplir con mis compromisos. Me armo de valor.
–Arturo, verás, esto no funciona. No puedes entrar así en mi vida. Necesito trabajar. No me interesan tus historias de reportero de guerra sonado. Además, si sigo desayunando coñac y tabasco, se me va a volver a abrir la úlcera. Te ruego que te marches.
Me mira rojo de ira y estalla.
–¡Me cago en Dios y en Emidio Tucci! ¡¿Así me pagas lo que hago por ti?! Quieres volar solo, ¿eh? Muy bien, sé reconocer cuándo no se me quiere en un sitio como sabría reconocer un napalm hecho en Kentucky de uno hecho en el sur de Kentucky.
Y, sorprendentemente, se marchó. Tuve dos horas para escribir, sin interrupciones, un texto interesantísimo y muy gracioso –tal vez lo más gracioso que haya escrito nunca– sobre nanotecnología y la construcción de Europa. Estaba a punto de enviarlo al periódico cuando se abre la puerta de la cocina que da al salón y aparece Pérez Reverte ataviado con mandil golpeando con un cucharón una cacerola vacía.
–¡Hora del rancho! ¡A comer, soldado!
Me levanto espantado y voy a su encuentro. Cuando llego hasta él está de nuevo en la cocina apagando la vitro en la que reposa una humeante olla.
–Esta receta me la enseñó en Matagalpa un comandante sandinista. El secreto está en ponerle una pizquita de pólvora, pero he mirado y no tienes.
Me asomo al guiso y veo a Nora, descuartizada, apenas reconocible, como un puzle carnoso flotando en salsa amarilla. Pérez Reverte me mira satisfecho.
–¿Te lloran los ojos? Es por la cayena. A mí es que la iguana me gusta fuertecita.
Si han visto Sueños de un seductor, recordarán cómo al personaje que interpreta Woody Allen se le aparece Humphrey Bogart para darle consejos sobre la manera de conducir su vida. A mí, desde que hace unos días anunciara en una entrevista la próxima victoria del yihadismo “porque ellos tienen cojones”, me pasa lo mismo con Pérez Reverte. Por la mañana, bajo al bar a desayunar, me siento en la barra y, de repente, miro al lado y allí está él, en vaqueros, camisa caqui y un chaleco de reportero, el complemento perfecto de su apabullante masculinidad. Lo descubro mirando despectivamente la taza que acaban de servirme.