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El Teorema de Aguirre

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¿Soy el único que cree que Esperanza Aguirre no debería haber dimitido? ¿El único que, a diferencia de muchos de ustedes que afirman solemnemente que la política es hoy un oficio más limpio de lo que era el lunes, piensa que su retirada no es una buena noticia? ¿Me ha poseído el espíritu del hermano conservador de Marhuenda?

Hay, según mi criterio –del que entiendo que ustedes desconfíen en estos momentos– tres razones por las que Aguirre no debería haber abandonado.

En primer lugar, al igual que muchos ciudadanos he tenido que soportar a esta política altiva, caradura y fanfarrona durante el tiempo suficiente como para que ahora que el sol de la información alumbra sus vergüenzas –tantas veces intuidas como por ella ignoradas mientras sacaba beneficio político– y, al menos en apariencia, recibe públicamente una merecidísima cura de humildad, un servidor renuncie de buen grado a seguir disfrutando del espectáculo. Me gustaría seguir viéndola como estos últimos meses en el Ayuntamiento, tan hiriente y descarada como siempre, exhibiendo obscenamente su doble moral pero al mismo tiempo sabiéndose jugadora de segunda, mendigando un poco de atención mediática.

Aguirre es de ese tipo de personas que no ejercen la política, la infligen. Por eso, contemplarla en estas últimas comparecencias, luciendo una recatada aflicción, con la voz falsamente quebrada y los labios artificialmente trémulos hasta acabar en ese fingido puchero, me divertía. Sé que es todo impostura, pero el hecho de que tenga que disfrazar de ese modo su natural chulería me parece ya una pequeña victoria.

Mi escena favorita de cuantas ha protagonizado, y que mantengo caliente en el termo de la memoria para cotejarla con estas compungidas apariciones, es aquella en la que visitaba como presidenta de la Comunidad de Madrid el hospital madrileño Ramón y Cajal y  se enfrentaba a la protesta de un grupo de trabajadores mientras circulaba por un pasillo en compañía de alguno de sus consejeros. La condesa consorte, transmutada en choni –todo mi respeto para las chonis–, se encaraba, manos por delante a la altura de pecho, con una de las trabajadoras a la que arrinconaba contra la pared mientras –detalle de calidad– masticaba chicle. Hasta tal punto la avasallaba que, invadida en su espacio físico por el matonismo de la aristócrata, la enfermera tuvo que pedirle que guardara las distancias. La escena terminaba con Aguirre, satisfecha al fin, girándose y, sin dejar de masticar, dirigiendo entre sonrisas una mirada victoriosamente cómplice a Juan José Güemes, su entonces consejero de Sanidad.  ¡Qué tiempos aquellos para ella! ¡Qué tiempos estos para nosotros! Por eso entiendo que no hay derecho a que ahora que el vendaval de corrupción le vuela la peluca de su desfachatez y amansa su insolencia desaparezca de la escena.

La segunda razón por la que creo que no debería haberse ido tiene que ver con su inmediato destino, del que no sabemos nada pero no es aventurado temerse lo peor. Y no me refiero a que alguna puerta giratoria la sitúe en algún consejo de administración, confío en que el desdoro con el que se marcha de la política ahuyente esa idea de las cabecitas locas de los consejeros delegados al menos por un tiempo prudencial. Tampoco creo que Seeliger y Conde, la empresa de cazatalentos que la fichó cuando, tras abandonar la presidencia de la Comunidad de Madrid por “asuntos personales”, Aguirre se había reincorporado a su puesto de funcionaria, y de la que se desvincularía posteriormente para optar a la alcaldía de Madrid, le haga una nueva oferta. Que una empresa de cazatalentos fichara a Esperanza Aguirre como cazatalentos sólo se explica si tenemos en cuenta la complicada definición del concepto “talento” en el entorno de la alta gestión. Seelinger y Conde, precisamente, era la empresa que eligió Rato –cuyo maléfico talento nadie discute– para la búsqueda de directivos y consejeros competentes en sus tiempos de presidente de Bankia.

El peligro inminente que sobrevuela el futuro de Aguirre es que, en un natural discurrir de los acontecimientos, vuelva a su puesto de funcionaria del Cuerpo de Técnicos de Información y Turismo del Estado y reingrese, tal como hizo cuando dejó la presidencia de la Comunidad, en el Instituto de Turismo de España. Puede que, de entrada, no les parezca grave. Tal vez lo reconsideren si, refrescando un poco la memoria, recuerdan quién trabaja también en ese sector. Hace un año la Organización Mundial del Turismo (OMT) fichó a Ana Botella como asesora. ¿Entienden ahora lo arriesgado del asunto? El turismo es, según los expertos y a tenor de los últimos datos, el motor de la recuperación económica. Todos sabemos que cualquier motor que cuente entre sus engranajes con Botella y Aguirre es candidato perfecto a acabar gripado.

Es verdad que, con Botella ya integrada en la OMT, España superó en 2016 los 75 millones de visitantes. No se descarta que muchos de ellos vinieran a nuestro país atraídos por la posibilidad de oírla hablar inglés. Algo que no ocurrirá. Según mis fuentes, tras la experiencia olímpica, Ana Botella tiene prohibido no sólo hablarlo sino, incluso, intentar entenderlo.

La tercera razón por la que Esperanza Aguirre no debería haber dimitido es de carácter científico y aconseja, examinando la trayectoria de la hasta el lunes portavoz del PP en el Ayuntamiento de Madrid, no ya su permanencia en la política sino también la conveniencia de que hubiera seguido manteniendo cargos relevantes. Comprobado lo certeramente que falla cada vez que nombra a alguien, ¿qué mejor ayuda se puede proporcionar a jueces y policías en sus pesquisas contra la corrupción que un listado de cargos nombrados por Esperanza Aguirre? Así, en cuanto falte un euro de dinero público bastaría acudir a esa lista de sospechosos habituales para encontrarlo. Con todo lo aprendido, renunciar a que Aguirre siga proporcionando nombramientos a la Administración es obligar a jueces y policías a dispersar los recelos, pues si algo ha demostrado la gestión política de Aguirre es que, expresado con la infalibilidad de un  teorema, “la confianza depositada por Aguirre en un sujeto es directamente proporcional al nivel de sospecha que sobre su honradez estamos obligados a albergar”.

¿Soy el único que cree que Esperanza Aguirre no debería haber dimitido? ¿El único que, a diferencia de muchos de ustedes que afirman solemnemente que la política es hoy un oficio más limpio de lo que era el lunes, piensa que su retirada no es una buena noticia? ¿Me ha poseído el espíritu del hermano conservador de Marhuenda?

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