Imagine el lector un suburbio del que surge entre edificios desangelados una melodía de Bach. Imagine un vertedero dominado por la carroña en el que aparece la gracia movediza de una ardilla. Imagine el instante de plenitud que ofrecen un recuerdo o unas rosas en la fugacidad del tiempo. Imagine una cerámica precolombina en la que un hombre y una mujer hacen el amor y viven un orgasmo que se mantiene a lo largo de los siglos, mientras pasa junto a ellos la muerte y caen los imperios y las civilizaciones. Imagine la desilusión, las utopías manchadas, el descrédito de las banderas y de los ideales. Pero luego ponga al lado ese sufrimiento de las víctimas que moviliza nuestra conciencia y reclama una afirmación ética. Así es la poesía de Joan Margarit, así la de José Emilio Pacheco.
Hoy reciben juntos el premio Poetas del Mundo Latino que se concede en Aguascalientes. Cada edición reconoce la labor de dos autores, uno mexicano y otro extranjero, para destacar los lazos culturales y el diálogo abierto de la poesía. Pocas veces pueden premiarse a la vez obras de tanta calidad y con tantas cosas que decirnos y que decirse entre sí. Son voces de personalidad muy distinta, pero con códigos literarios compartidos. Uno escribe en mi lengua, pero no es de mi país. Otro es de mi país, pero no escribe en mi lengua. Yo los admiro a los dos y siento que sus países y sus lenguas son míos gracias a la identidad de la poesía. Con su descarnada lucidez, después de pasearse en frío por la realidad sucia de las catástrofes, la desolación y la injusticia, siempre encuentran una nueva oportunidad para la vida.
Ninguno de los dos cree en la originalidad. Aman la tradición y reconocen el peso de la comunidad social y humana a la que pertenecen. El poeta catalán vio en Joan Maragall un edificio en el que ensamblarse con la ayuda de Espriu y Vinyoli. El poeta mexicano despreció el miedo a las influencias para declararse heredero de López Velarde, Gorostiza, Sabines y Paz. Y los dos han preferido apartarse del ensimismamiento purista o académico. Prefieren contar las cosas que conmueven a cualquier ser humano a través de sus versos con olor a calle e historia. No escriben para poetas, sino para lectores, intentando convertir sus obras en un espacio público que pueda ser habitado y revivido por el otro.
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Los dos creen en la personalidad singular, algo muy distinto en arte al fantasma torpe de la originalidad. Estos poetas comunicantes muestran una personalidad marcada. Su experiencia histórica y sus ciudades, Barcelona y México, tienen que ver. Los procedimientos literarios también. Los dos se han acostumbrado a perder sus geografías infantiles, a negociar con la memoria y el tiempo, a recibir la herencia de Baudelaire. Una determinada realidad nos hace, luego se deshace y nos deja solos, convirtiendo el mundo en una alegoría en la que conviven las ausencias y el presente. En esa alegoría habitan. El poeta catalán se ha forjado en la memoria de una lengua maltratada por una guerra civil y una dictadura. El poeta mexicano viaja por la historia hasta las culturas precolombina y regresa a la actualidad para sentir el terremoto constante y corrosivo de la negación.
Pero José Emilio Pacheco necesita el pudor, quiere esconderse detrás de una máscara, dar a la palabra una objetividad que la distancie de su propio yo. Es un modo de buscar la trascendencia de lo que se escribe. Joan Margarit, sin embargo, apuesta por el impudor, remueve su biografía, la convierte en literatura de manera constante. Se dice y se cuenta con una energía que desnuda su propia intimidad. El yo procura en los dos casos convertirse en ficción, reclama la complicidad del lector, y lo hace a través de la máscara objetiva o de la biografía elaborada. Distintos procedimientos en una misma entrega a la ética de la poesía.
En los tiempos que corren, insisto, conviene destacar el rayo vital que se introduce una y otra vez por debajo de la puerta de estos dos pesimistas metódicos. No hay mentira: ahí están las guerras, la crueldad y los naufragios. Pero de pronto también está ahí la luz, la compasión, la belleza, el amor que afirma su todavía y sugiere una segunda oportunidad. Las palabras de Joan Margarit y José Emilio Pacheco nos buscan, nos encuentran y nos hablan de uno en uno para devolvernos un instante, una mirada, una historia: la dignidad de la vida.
Imagine el lector un suburbio del que surge entre edificios desangelados una melodía de Bach. Imagine un vertedero dominado por la carroña en el que aparece la gracia movediza de una ardilla. Imagine el instante de plenitud que ofrecen un recuerdo o unas rosas en la fugacidad del tiempo. Imagine una cerámica precolombina en la que un hombre y una mujer hacen el amor y viven un orgasmo que se mantiene a lo largo de los siglos, mientras pasa junto a ellos la muerte y caen los imperios y las civilizaciones. Imagine la desilusión, las utopías manchadas, el descrédito de las banderas y de los ideales. Pero luego ponga al lado ese sufrimiento de las víctimas que moviliza nuestra conciencia y reclama una afirmación ética. Así es la poesía de Joan Margarit, así la de José Emilio Pacheco.