Está a punto de decirlo. Seguro. La próxima de Trump va a ser que su poder procede de Dios, que se habría servido de la gente de bien de los Estados Unidos, a quienes habría inspirado para que tomaran la decisión correcta. De momento no ha dicho nada porque seguro que desconoce la vieja tradición del derecho divino de los monarcas absolutistas, pero en cuanto alguien le cuente algo, lo suelta. La voluntad de Dios en un mundo imperfecto es lo único que explicaría –también a sus ojos– su sorprendente posición actual de presidente de los Estados Unidos de América.
O quizá se lo han dicho ya, a juzgar por la declaración que acompaña este comentario y que ha puesto a este comentarista los pelos como escarpias, créame.
Un tipo poderoso que dice en 2017 que ha venido a arreglar el mundo, como si lo que necesitáramos fueran mesías salvadores, es un enfermo megalómano cuyo poder puede arruinar la vida y la existencia de millones de personas en todo el mundo; un niño grande que ni entiende las complejidades del mundo ni está dispuesto a que nadie se las enseñe. Hay buenos y malos, fuertes y débiles, negros y blancos, ángeles y demonios. Y punto. Trump se cree una mezcla de Jesucristo, Alejandro Magno y Napoleón con todo lo malo que pudiera tener cada uno de ellos. Y eso es un auténtico peligro mucho más allá de las advertencias de su tocayo, el europeo Tusk, o el cabreo del primer ministro australiano.
Lo malo es que esa mentalidad simplificadora de niño de primaria se adorna de un poder político inmenso. Tanto que va a ser necesaria una buena dosis de contrapeso institucional desde Estados Unidos para poder contener el desastre que este tipo va a sembrar allí y en todo el mundo. Al menos hasta que cambie las leyes que le permitan ejercer el poder ilimitado que ansía. Porque eso lo va a intentar, lo está intentando ya.
Cuando hace una década Obama estaba a punto de ganar las elecciones, una joven madre, blanca y de clase media, me dijo en una calle de Maryland que lo mejor del presidente que al día siguiente estaba convencida de que saldría elegido, era que había conseguido devolverles algo que consideraba importantísimo: “el orgullo de ser americanos”.
Atrás quedaban los años del Bush belicista y nada se sospechaba aún, por lo menos entre los ciudadanos comunes, de la crisis que estaba a punto de cambiar el mundo. La mujer, como muchísimos norteamericanos que habían votado a Obama con una esperanza real de cambio –“es uno de los nuestros” me dijo un limpiador negro bajo el monumento a Lincoln, “y entiende nuestros problemas y los va a resolver”– saludaba un tiempo de esperanza para la política y la imagen de su país. Un tiempo de recuperar ese orgullo de nación.
Los años enfriaron el entusiasmo o trajeron la decepción, y hoy estoy seguro que esa mujer no me diría lo mismo. O quizá si, pero ya desencantada, descreída. Porque el orgullo que quiere recuperar hoy Trump y su público movido por la mano y la voluntad divinas es otro; muy otro.
Es el orgullo de raza superior frente al orgullo de sociedad ejemplar, el orgullo de nación poderosa que pisotea a cualquier otra en nombre de su propia seguridad, el orgullo del rico que desprecia al pobre, el orgullo del macho alfa que ningunea al resto de la manada, particularmente a las hembras.
Trump es un error de la política, es la consecuencia perversa, la imperfección del juego democrático. Ha sido elegido por las urnas, ha vencido según el sistema de elección de los Estados Unidos, que propicia que, aunque otro candidato tenga más votos populares, sea el adversario el que gane por mayoría de votos electorales.
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No haré comparaciones con otros procesos similares ocurridos en Europa porque, entre otras cosas, no es equiparable lo que sucedió aquí, la consecuencia espantosa de una guerra y millones de víctimas, con lo que hasta el momento ha sucedido en los mundos de Yupi de Trump. Pero ojo a lo que lo de este megalómano puede empezar a traer. De momento, ira, confusión y desconcierto internacional.
Esta última declaración sobre su voluntad de cambiar el mundo, de solucionar sus problemas desde el centro de mando de su olimpo debe encender alguna alarma más, si es que quedaban luces rojas disponibles. Da toda la sensación de haber cortado amarras desde el minuto uno con el sistema democrático que lo aupó donde está.
La próxima, repito, que está investido del derecho divino, que su poder procede de Dios y que él es su instrumento en la Tierra para salvarla del mal. ¿O lo ha dicho ya?
Está a punto de decirlo. Seguro. La próxima de Trump va a ser que su poder procede de Dios, que se habría servido de la gente de bien de los Estados Unidos, a quienes habría inspirado para que tomaran la decisión correcta. De momento no ha dicho nada porque seguro que desconoce la vieja tradición del derecho divino de los monarcas absolutistas, pero en cuanto alguien le cuente algo, lo suelta. La voluntad de Dios en un mundo imperfecto es lo único que explicaría –también a sus ojos– su sorprendente posición actual de presidente de los Estados Unidos de América.