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Trump y la 'modernidad líquida'

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Nos cargamos las viejas estructuras monolíticas, abrimos grietas en la sociedad tradicional para acabar con desigualdades y abusos, hemos llegado a la capacidad de opinión global para cualquier ciudadano, se ha incrementado el poder de las personas y sus posibilidades de conexión e información, y resulta que donde llegamos es a Donald Trump.

Ha querido la casualidad, o quién sabe que fuerza del destino o los astros o vaya usted a saber, que en la misma semana en que moría Zygmunt Bauman resucitara el Donald Trump más ruidoso y bananero, que dos días después de que se despidiera el intelectual que nos avisó sobre esta realidad presente de la modernidad líquida, surgiera en todo su esplendor esta suerte de generalote civil rubiales, torpón y chulo de barrio, cuya existencia como presidente de los Estados Unidos se debe en gran medida a esa “liquidez” en el criterio, en las estructuras o en el pensamiento de este mundo contemporáneo.

Bauman venía a decir –y que me perdonen los sociólogos la simplificación– que el mundo contemporáneo había conseguido acabar con las estructuras rígidas del pasado que impedían el progreso, pero no había encontrado en los nuevos espacios democráticos la forma de seguir avanzando en la mejora de toda la sociedad. De la rígida solidez de lo antiguo, hemos pasado a la modernidad líquida en la que nada es firme, nada es constante, todo surge y desaparece rápido en todos los órdenes, la expectativas cambian continuamente, el valor de la acción supera al de la sabiduría, el mundo y nuestro ánimo son inestables y perecederos, como los objetos, como los trabajos, como las relaciones.

Hablamos en Facebook y por Whatsapp y lo hacemos a impulsos, profundizando tanto como los 140 caracteres de un tuit que a los pocos minutos ya se ha quedado viejo. No hay objetivos a largo plazo, no hay planes de futuro ni propuestas políticas de mejora global o local más ambiciosas que los cuatro años entre elecciones y elecciones… donde las hay, claro.

Se estropean las máquinas y desaparecen los compromisos antes de que unas y otros se marchiten o caduquen. Los horizontes se han abierto y todo el mundo puede opinar y participar a través de la red global que es Internet, pero ¿eso ha cambiado las palancas que sustentan el poder real? Nadie puede cuestionar que ahora el poder es más de las personas que antes, que se está avanzando en la participación democrática, que la sociedad de la información permite acceder a fuentes y formas de opinión que contribuyen a crear ciudadanos. Pero la liquidez del entorno y de nuestras actuaciones, la velocidad a la que hablamos y decidimos, criticamos y hasta amamos dificulta que algo real se consolide, y limita nuestras posibilidades de influencia social. Y es esa fragilidad, esa debilidad de la modernidad líquida la que engendra monstruos como Trump. O los que nos queda aún por descubrir.

La crisis económica global ha armado el argumentario de necesidad de cambio, de acabar con el sistema al que atribuimos su responsabilidad, de abrir caminos nuevos se supone que para mejorar las condiciones de todos. Pero esto no hace más que ahondar en esa liquidez de la que aún no habíamos conseguido salir.

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El problema esencial es que seguimos sin sustituir lo viejo por algo nuevo que tenga entidad y vigor. Que nos ponemos a navegar sin hoja de ruta, sin papeles ni planos, ni siquiera conciencia del destino. Que seguimos dando motivos para compartir las inquietudes de Bauman y aumentarlas: asistimos a la sublimación de lo líquido, de lo inestable, a la canonización de la nada; confundimos ocurrencias con ideas y damos por buenas como tesis políticas arengas de cuartel, creemos que el estómago es el cerebro y digerimos como tesis políticas lo que son impulsos del ánimo.

Por este camino discurre el Brexit, la marea antidemocrática en Europa, el radicalismo nacionalista, el rechazo cobarde a los refugiados, o el acceso a la presidencia de estados unidos del más inmaduro y peligroso gobernante que dieron los tiempos desde mediados del siglo veinte.

Siempre hubo dictadores, siempre manipuladores de opinión, siempre hubo imbéciles con altas cotas de poder al frente de corporaciones y gobiernos. El problema es que ahora su contrapeso es menor porque hemos sido nosotros quienes les hemos colocado ahí o les hemos forzado a tomar un camino, decididos a cambiar el sistema pero sin saber cómo ni hacia dónde. Por abrazar lo inestable de la modernidad líquida como el camino firme de futuro sin ver que es un viaje a ninguna parte.

Nos cargamos las viejas estructuras monolíticas, abrimos grietas en la sociedad tradicional para acabar con desigualdades y abusos, hemos llegado a la capacidad de opinión global para cualquier ciudadano, se ha incrementado el poder de las personas y sus posibilidades de conexión e información, y resulta que donde llegamos es a Donald Trump.

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