Lo reconozco. Mi posición sobre los indultos ha ido evolucionando. El riesgo de admitirlo es que te consideren un veleta o un inconsistente, pero puedo explicarlo con normalidad a cualquiera dispuesto a escuchar y debatir con calma y sin zascas. Ojalá fuese visionario como para en los albores de un debate poder grabar una posición en un pedazo de mármol que sirviera mientras las circunstancias cambian y vamos teniendo más información.
En una democracia perfecta, no habría indultos ni medidas excepcionales como las que ahora se plantean de cara a la investidura porque ni se producirían hechos que encajasen en supuestos de delitos vinculados a la política ni se utilizarían las instituciones, especialmente la Justicia, para sustituir o violentar el ámbito de la política. Pero no vivimos en la democracia perfecta. Desgraciadamente, ambas cosas han sucedido en la última década (larga), alimentando un conflicto que ya ni niega el presidente del PP y que tiene dos ámbitos bien diferenciados: dentro de Cataluña y respecto al llamado “encaje” de Cataluña en el conjunto de España.
En una democracia perfecta, las leyes se aplican. Y punto. ¿Cómo vas a indultar a una persona condenada? ¿En qué lugar deja eso al tribunal sentenciador? ¿Por qué no iba a envalentonar a los condenados y propiciar la reincidencia?
Todas esas preguntas tienen, con la perspectiva que va dando el tiempo, respuestas que no se deben obviar. Los indultos fueron legales, como tantos cientos en Gobiernos previos, lograron enfriar un problema que, en 2017 sí, estuvo a punto de hacer estallar irreversiblemente la convivencia, los tribunales siguen aplicando las leyes (están para eso, no para hacerlas ni inspirarlas) y el sentimiento independentista está bajo mínimos en una Cataluña donde el PSC arrasa y el segundo partido es Sumar. La Constitución se cumple y amplios sectores del independentismo que en 2017 estaban dispuestos a echarlo todo por la borda ya sólo lo dicen, tras un baño de realismo y pragmatismo, con la boca pequeña.
Ocurre que no vivimos en una democracia perfecta y que en todas ellas las hechuras del sistema se mezclan con anomalías, problemas políticos enquistados y, también, contradicciones. Como en la vida misma, por otra parte, en la que en aquellos ámbitos muy cargados emocionalmente conviven frecuentemente presiones tremendas y a veces contrapuestas. Ojalá todo fuese tan fácil en nuestro día a día más personal como aplicar un libro de instrucciones con todos los escenarios tasados. Por eso, en ocasiones, se cambia de opinión y se prueba con medidas excepcionales. A ver si así.
La argumentación en torno a lo que ahora llamamos “amnistía” y, por qué no decirlo, la oportunidad que emerge por la necesidad de pactos para una investidura, recuerda mucho a la de los indultos con los que, recordemos, para algunos se acababa la España constitucional, se rendía el país al golpismo y llegaba el Apocalipsis.
No conocemos el final de este camino, sólo la posición de partida de uno de los negociadores (nada sobre las condiciones o contrapropuestas de Pedro Sánchez), pero de nuevo se trata de utilizar mecanismos políticos dentro de la Constitución para arreglar un problema enquistado que acabó en la política con un desgarro social que impide avanzar. No vivimos en una democracia perfecta sino con fallos y errores y por eso hay mecanismos excepcionales para corregirlos.
Hablamos de mecanismos ad hoc, pero… ¿es eso democrático? Como mínimo, tanto como los indultos y amnistías que se han hecho en España. O que se hacen fuera, como en Reino Unido, donde también en medio de un inflamado debate se ha aprobado una amnistía para delitos de sangre (¡¡!!) en el último medio siglo en Irlanda del Norte. Sí, también son palabras mayores y, también, otras democracias recurren a ellas como la excepción que confirma la regla. No nos sintamos tan especiales. Si fue posible una amnistía en 1977 (sin que Felipe y Guerra, que también hicieron la Constitución, la prohibieran), difícilmente una en 2023 acabará con el sistema que lleva casi medio siglo asentándose.
Si juzgamos los indultos no por los miedos de sus detractores sino por sus consecuencias en la realidad, nadie fuera de elucubraciones teóricas puede decir que hayan supuesto ningún perjuicio. Basta darse un paseo por Cataluña y hablar con sus vecinos. Si nos atenemos al apoyo que concitan (y eso no es un mal criterio democrático), tampoco: es muy mayoritario en Cataluña y tiene mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados (el de antes y el de ahora).
¿Cómo hemos pasado de un Feijóo deseado por su aparente moderación a casi la nostalgia de un Casado que creía en lo que decía y al que, al menos, se veía venir?
Esa España que ahora vocifera contra la posibilidad de una amnistía es la misma que bramaba contra los indultos. Lejos de disponer de un arrollador número de escaños para gobernar España tras haber hecho campaña constante sobre el asunto, vuelven a tener una mayoría absoluta en contra. El partido de Pedro Sánchez, el supuesto traidor a España, tiene casi un millón de votos más de los españoles. Es innegable, son más los españoles representados en el Congreso que están a favor de las orientaciones de Sánchez y Yolanda Díaz para dirigir España que a favor de Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal.
¿Qué hace la derecha, otra vez, como desde la moción de censura de 2018? Lejos de prepararse para la oposición, reconstruir su proyecto, especialmente en el País Vasco y Cataluña (con los que hacen campaña sin ganar nunca las elecciones), lejos de abordar otros temas o tratar de coser alianzas… se abona al Apocalipsis. No puede decirse que sea ni muy original ni muy sofisticado. Es más bien un “no respiro” de un mal estudiante que no ha pasado el examen y busca una distracción.
Es descorazonador ver que cuando en el País Vasco hay más convivencia, en el PP y Vox abunden voces diciendo que, en realidad, los terroristas han ganado y se han impuesto. Es sencillamente increíble que, habiendo gestionado la crisis del 1-O y el Gobierno desde 2011, alguien dé credibilidad a un PP y a un Aznar que alertan de “tiempos dramáticos” y un “riesgo existencial para la continuidad de España”. Que manosea de nuevo el terrorismo al utilizar el nombre de “¡Basta ya!” (en el que había víctimas que hoy critican con dureza al PP, como Consuelo Ordóñez) para proyectar sobre el Gobierno la sombra de la ilegitimidad y acusarle de la peor de las felonías.
Feijóo parece estar mucho más preocupado por su futuro personal que por España. Es comprensible, porque como él se encarga de recordar cada día, siempre ha ganado las elecciones, está acostumbrado a mandar siempre y lleva más de tres décadas viajando en coche oficial. Es su biografía personal y un político que presume de “trazabilidad” difícilmente puede ahora cambiar y convertirse en otra cosa.
Estar tan cerca debe de dar mucha rabia. Habiendo obtenido 137 diputados, teniendo 172 con la ultraderecha y dos diputados más, sería muy doloroso hacer oposición en este Madrid tan hostil. O enfrentarse a los navajazos que, ahora lo sabemos, pueden desencadenarse en cualquier momento en el PP y los medios afines que cada mañana desayunan carne fresca. Pero ni eso justifica una cortina de humo tan grande que acabe en intoxicación masiva especialmente en comunidades autónomas alejadas de aquellas utilizadas como estandarte. ¿Cómo hemos pasado de un Feijóo deseado por su aparente moderación a casi la nostalgia de un Casado que creía en lo que decía y al que, al menos, se veía venir?
Afortunadamente, España es más fuerte. Parece una evidencia si contamos las veces que los agoreros pronosticaron su fin (unos y otros) y lo es cuando se toma un poco de distancia o se comprueba su imagen internacional. No se puede romper (al hilo, esto de José Miguel Contreras), sabe abrirse camino con matices y una negociación que será muy complicada pero es la única alternativa realista a las elecciones (esto de Jesús Maraña) y se expresa democráticamente en las urnas. De eso, de (querer) reconocer el resultado y el sistema parlamentario consagrado en la Constitución, va buena parte de este debate.
Lo reconozco. Mi posición sobre los indultos ha ido evolucionando. El riesgo de admitirlo es que te consideren un veleta o un inconsistente, pero puedo explicarlo con normalidad a cualquiera dispuesto a escuchar y debatir con calma y sin zascas. Ojalá fuese visionario como para en los albores de un debate poder grabar una posición en un pedazo de mármol que sirviera mientras las circunstancias cambian y vamos teniendo más información.