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¿Ser vegetariano es la solución?

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América Valenzuela

No hay duda de que hemos convertido al animal doméstico en un producto. Nuestro cerebro ya no conoce sus latidos, el suave calor de sus gestos y brincos. Su bienestar no nos quita el sueño mientras llegue el filete al plato. Disfrutamos de la comida ajenos, por voluntad propia, a su procedencia y procesado. Así la demanda de carne se ha disparado en el mundo y no cesa de crecer. Consumimos al año 60.000 millones de animales, la mayoría de manera innecesaria en los países opulentos. Son casi 10 veces la población humana en un solo año. En los países ricos, los preocupados por el bienestar animal llevan una dieta vegetariana como forma de protesta.

Hasta mediados del siglo pasado, los animales de granja de los países industrializados se criaban con métodos tradicionales. Los animales pasaban gran parte del tiempo al aire libre y se usaba mano de obra para alimentarlos y retirar el estiércol. En los cincuenta surgieron nuevos sistemas de confinamiento, accesorios y sistemas automatizados que facilitaban el trabajo y aumentaban las ganancias. Pronto exacerbamos esta manera de criar y dimos el salto a la ganadería intensiva, con animales estabulados para ocupar el menor espacio, en condiciones de temperatura, luz, humedad y alimentación estables y optimizadas con el objetivo de forzar un aumento artificial de la producción.

El vegetarianismo es una buena opción de protesta hasta que el modelo de producción de carne se reinvente o recupere los valores de la ganadería responsable y sostenible, que produce menos, mantiene a los animales en grandes extensiones al aire libre y no altera los ecosistemas donde se establece, no tala árboles para crear pastizales ni sobreexplota los naturales. Hoy la mitad de los cultivos del planeta sirven para obtener forraje para los animales criados de manera intensiva.

Pero sobre todo, el vegetarianismo es útil como golpe sobre la mesa para que las sociedades desarrolladas nos demos cuenta de que no es necesario comer tanta carne. Que lo hacemos arrastrados por el ansia de comprar que fomenta nuestro sistema económico. Estamos inmersos en un consumo enloquecido que no tiene ningún sentido.

No comer carne es también una manera de luchar contra el cambio climático. La cría y alimentación del ganado produce grandes emisiones de efecto invernadero. Un mundo vegano, es decir, que no consuma ningún derivado del ganado, reduciría las emisiones de carbono relacionadas con la agricultura en un 17%, las de metano en un 24% y las de óxido nitroso en un 21% en 2050. Pero, ¿qué hay de los países en pleno desarrollo? China e India no están dispuestos a renunciar a estos métodos de producción rápida y frenar su expansión económica por los errores cometidos por los países ricos.

El vegetarianismo tampoco es una buena opción para los países pobres que practican una ganadería de subsistencia. En ellos se concentran 2.000 millones de personas malnutridas. Allí no tienen acceso a una dieta variada y completa con la que compensar la carencia de carne con proteínas de origen vegetal.

La FAO está dando vueltas a un cambio drástico. Propone los insectos como fuente principal de proteínas en el mundo occidental. Si prospera comeríamos crujientes saltamontes a la plancha, grillos en salsa o carnosas pupas de gusano de seda hervidas con salsa de soja en lugar de chuletón o pollo asado.

Son la alternativa porque son nutritivos: contienen proteínas, ácidos grasos esenciales, vitaminas y minerales. Por ejemplo, las pupas de los gusanos de seda constan casi exclusivamente de proteínas y contienen el doble de aminoácidos esenciales que la carne de cerdo y cuatro veces más que los huevos o la leche, así que con comer 170 pupas o capullos diarios sería suficiente para satisfacer las necesidades proteicas. Además, según sus cálculos, las granjas de langostas, grillos y gusanos emite 10 veces menos metano y 300 veces menos óxido nitroso.

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Pero en Occidente tenemos un problema con los insectos. Nos dan asco. Aunque comamos crustáceos que tienen el mismo aspecto nos cuesta especialmente alimentarnos de insectos por motivos culturales. Nos parece una actividad insalubre. Los relacionamos con la suciedad y la descomposición.

En el resto del mundo, que constituye el 80% de los países, comen artrópodos. Más de mil especies. Y las preparaciones son de los más diversas y deliciosas. En Sudamérica por ejemplo, es común vender hormigas culonas asadas en la puerta de los cines como chuchería en sustitución de las palomitas de maíz, o chapulines fritos con sal o escorpiones en los puestos de comida callejera, y en algunos supermercados japoneses tienen un surtido de larvas de insectos acuáticos.

Las opciones para mejorar el mundo de la producción ganadera están complicadas para un occidental consentido. O vegetariana o entomofágica. Ay.

No hay duda de que hemos convertido al animal doméstico en un producto. Nuestro cerebro ya no conoce sus latidos, el suave calor de sus gestos y brincos. Su bienestar no nos quita el sueño mientras llegue el filete al plato. Disfrutamos de la comida ajenos, por voluntad propia, a su procedencia y procesado. Así la demanda de carne se ha disparado en el mundo y no cesa de crecer. Consumimos al año 60.000 millones de animales, la mayoría de manera innecesaria en los países opulentos. Son casi 10 veces la población humana en un solo año. En los países ricos, los preocupados por el bienestar animal llevan una dieta vegetariana como forma de protesta.

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