Azaña, una pasión española

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Los historiadores de la literatura deben tener la precaución de no interpretar el pasado con los valores de su presente. Es poco objetivo identificar sin matices las inquietudes de hoy con la realidad de Cervantes, Jovellanos o Rosalía de Castro. Pero la literatura no es una crónica histórica, está hecha para ser habitada, para que los lectores hagan suyos los sentimientos y discutan las palabras como si fuesen un asunto propio. Así que la apropiación indebida del pasado es lo más natural, aquello que logra con su energía el buen artificio literario.

Diderot nos enseñó que la verosimilitud en el teatro no es fruto de la espontaneidad vital, sino de la vitalidad trabajada en las formas de la representación. De esa paradoja viven las emociones literarias. Y las emociones, los mestizajes entre el pasado y nuestro presente, son poderosas cuando las historias de ayer se rozan con el pan de hoy. Las inquietudes, por ejemplo, de Unamuno y Azaña nos abren los ojos de una manera significativa a la realidad que vemos pasar cada mañana por los medios de comunicación.

José Luis Gómez ha representado en el Teatro de la Abadía su Unamuno: venceréis, pero no convenceréis y su Azaña, una pasión española. Como espectador, no me sorprende ver a Unamuno y a Azaña sobre el escenario, con la verdad de su drama en carne y hueso. Uno sabe que la fuerza teatral de José Luis Gómez puede dar vida interior y exterior a cualquier personaje, viajar entre el hoy y el ayer con una capacidad de desdoblamiento y comprensión del otro. Sus desdoblamientos consiguen dibujar siempre la unidad de un marco común que imposibilita la indiferencia. El sentido de esa energía trabajada culmina cuando las palabras de Unamuno y Azaña nos interpelan sobre la hora presente.

Unamuno fue un intelectual honesto, valiente, capaz de ejercer la conciencia crítica. El problema es que su honestidad intelectual se quedó encerrada en sí misma, haciendo que la realidad del mundo fuese por un camino y sus pensamientos por otro. En los primeros meses de 1936 hablaba de golpe de Estado, hombres fuertes y soluciones a la degradación de la República, sin saber bien lo que decía, sin comprender que sus propuestas ayudaban al golpe de Estado de unos militares que no tenían nada que ver con su manera republicana de entender la verdad. Su ruidoso enfrentamiento con Millán-Astray, en el que se jugó lo poco que le quedaba de vida, no fue la consecuencia de una discusión política, sino la desesperación vanidosa de ver que el mundo no le daba la razón.

Con mucha frecuencia la realidad se empeña en llevarnos la contraria. Más que procurar imponernos a ella, conviene comprenderla y tomar postura sin creernos los dueños del mundo. Las dinámicas nacionalistas son un buen ejemplo del modo en el que la gente llega a separarse de los conflictos reales. Al final muchos intelectuales se olvidan de los conflictos, de la necesidad de resolverlos de la mejor forma, empeñados en demostrar su razón. Muy buenas cabezas independentistas y no independentistas, por ejemplo, llevan meses despreocupados de tomar conciencia del conflicto catalán y de sus posibles soluciones. Se dedican sólo a caminar en el laberinto afirmativo de su mundo interior. Son vanidades que se alimentan entre sí.

La vocación política de Azaña, y su pasión española, propone el ejemplo contrario. Le interesaba menos la nación que el Estado, la mística que el sentido cívico, la identidad sentimental que la emoción de crear instituciones capaces de construir un marco de convivencia en libertad. Sus paradojas no saltaban de un extremo a otro para encender conflictos, sino de una conciencia a otra para solucionarlos. Pese a la maquinaria de desprestigio que el pensamiento reaccionario montó desde antes de la Guerra, Azaña sigue siendo el mayor ejemplo político de serenidad y firmeza democrática en nuestra historia. Y a su lado don Juan Negrín.

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Azaña, una pasión española representa un deseo: que decir ciudadano español sea equivalente a decir un ser libre.  Por debajo late la idea de que la conciencia individual es inseparable del compromiso con el bien común. La libertad como bien común.

Esa alianza de conciencia individual, instituciones democráticas y sentido del Estado supone la mejor defensa de la dignidad política que podemos vivir ahora, frente a las nuevas alianzas del totalitarismo identitario y de la avaricia neoliberal.

La vocación y la conciencia como bien común. Decía Albert Camus que un país vale lo que vale su prensa. Decía Federico García Lorca que la salud de un país depende del estado de su teatro. Yo le agradezco a José Luis Gómez que me permita hablar del sentido profundo de la cultura y del teatro en un artículo de prensa.

Los historiadores de la literatura deben tener la precaución de no interpretar el pasado con los valores de su presente. Es poco objetivo identificar sin matices las inquietudes de hoy con la realidad de Cervantes, Jovellanos o Rosalía de Castro. Pero la literatura no es una crónica histórica, está hecha para ser habitada, para que los lectores hagan suyos los sentimientos y discutan las palabras como si fuesen un asunto propio. Así que la apropiación indebida del pasado es lo más natural, aquello que logra con su energía el buen artificio literario.

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