La barbarie es fotogénica

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Después del atentado contra Donald Trump, el sentimiento de rechazo ante cualquier acto de violencia, propio de una ética civilizada, se vio inmediatamente sustituido por la consigna de que la barbarie resulta fotogénica. La guerra se puede embellecer.  Su rostro herido, su puño levantado y la bandera patriótica guiando la lucha contra el mal supuso toda una declaración de principios. Y nos engañaríamos si limitásemos la escena a la evocación de Delacroix y su cuadro La libertad guiando al pueblo, un guiño para cuatro listos. Hay algo más que la vieja defensa de la libertad frente al absolutismo. Lo que se escenifica es algo más: una dinámica ideológica que pone en juego la identificación de la libertad con la ley del más fuerte y la idea de que la barbarie es fotogénica, es decir, la reivindicación de un regreso a la épica para legitimar el poder. La soberbia de nuestra identidad superviviente contra el mal.

La épica como genero literario sirvió para embellecer el relato de algunos episodios bélicos y justificar un orden social escrito por héroes, hombres capaces de dar su vida por una bandera, que no es exactamente lo mismo que darse en la vida a los demás. Su nombre quedaba cantado en la literatura a lo largo de los siglos. La memoria servía para afianzar una jerarquía y para sostener una comunidad no basada en la convivencia, la igualdad y el reconocimiento del dolor, sino en el liderazgo de la sangre más valiente. La escritura afirmaba el protagonismo del que estuvo allí, el dueño del relato, y por eso la guerra era bella, y la violencia un deber, y el elitismo una realidad perenne y justa.

Lo que se escenifica es algo más: una dinámica ideológica que pone en juego la identificación de la libertad con la ley del más fuerte y la idea de que la barbarie es fotogénica, es decir, la reivindicación de un regreso a la épica para legitimar el poder

Los héroes cabalgaron. La cultura se sintió incómoda con esta legitimación de la violencia, sobre todo en algunos momentos en los que se ponían en duda los valores de la dignidad social conquistada con mucho esfuerzo por el sueño democrático. Cuando la Francia ilustrada convirtió en sangría las ilusiones de la razón, Jovellanos expresó su sufrimiento ante los espectáculos de la guillotina. Y Francisco de Goya respondió a las invasiones de Napoleón con la denuncia de los desastres y las miserias de la batalla. Después de la Primera Guerra Mundial, una vez que se comprobó la deriva del ansiado progreso técnico hacia las armas de destrucción masiva, una torcedura del bien razonable hacia el mal sangriento, las vanguardias estuvieron a punto de renunciar a la escenificación del mundo. Era posible descomponerlo. Pero Picasso se lo repensó, comprendió la necesidad de dar testimonio, y pintó el Guernica, uniendo la investigación técnica y la experimentación con el dolor y la dignidad humana. Eso que no hacían las fábricas de armas.

Muchos libros, memorias, apuestas artísticas han querido acabar con la justificación ética de la violencia en nombre de las víctimas. El grito de “No a la guerra” significa en la cultura una puesta en duda de la épica, porque la cultura es un espacio de conflicto que se hace consciente de sus propias responsabilidades y contradicciones. Hay apuestas culturales que justifican los crímenes de Hitler, Stalin, Putin o Netanyahu, y apuestas que acaban en un “Adiós a las armas”, como nos recordó la novela de Hemingway.

En la foto de Trump, ya tatuada en cuerpos norteamericanos, grita una clara apuesta por la épica, el embellecimiento de la violencia y la autoridad del líder que estuvo allí, en la batalla. Un líder que necesita ahora crédito y apoyo para acabar con el enemigo. Estamos en guerra, y lo peor es que llevamos las de perder, porque no es sólo la guerra de Ucrania o Gaza. La épica pasó de la literatura al cine, poniéndole las cosas más difíciles al antibelicismo. Ahora pasamos del cine a las redes sociales, una consagración moderna de las fieras, la selva y la ley del más fuerte.

¿Lo damos todo por perdido? Bueno, creo que las convicciones pueden estar más allá de la esperanza, el optimismo o el pesimismo. Los demócratas necesitamos mucho amor propio en medio del bombardeo. Y para ponerse a trabajar hay primero que tomar conciencia de lo que está ocurriendo. ¿Se van ustedes de vacaciones? Pues llévense en la maleta ropa cómoda pasa pasear por las calles extranjeras, la montaña o los paseos marítimos del mundo. Pero conviertan también su maleta en una caja de herramientas y llévense algún libro. Por ejemplo, El silencio de la guerra (Acantilado, 2024) de Antonio Monegal.

Después del atentado contra Donald Trump, el sentimiento de rechazo ante cualquier acto de violencia, propio de una ética civilizada, se vio inmediatamente sustituido por la consigna de que la barbarie resulta fotogénica. La guerra se puede embellecer.  Su rostro herido, su puño levantado y la bandera patriótica guiando la lucha contra el mal supuso toda una declaración de principios. Y nos engañaríamos si limitásemos la escena a la evocación de Delacroix y su cuadro La libertad guiando al pueblo, un guiño para cuatro listos. Hay algo más que la vieja defensa de la libertad frente al absolutismo. Lo que se escenifica es algo más: una dinámica ideológica que pone en juego la identificación de la libertad con la ley del más fuerte y la idea de que la barbarie es fotogénica, es decir, la reivindicación de un regreso a la épica para legitimar el poder. La soberbia de nuestra identidad superviviente contra el mal.

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