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La política democrática debe evitar que en su vida cotidiana el Estado de Derecho sea sustituido por el Estado de Ebriedad. La calma y la búsqueda de acuerdos no son refugios de la cobardía, sino fruto de una toma de conciencia sobre la utilidad de la política. Quienes intentan desacreditarla para evitar cualquier tipo de regulación democrática procuran romper la estabilidad, necesitan que el poder político no encuentre un terreno firme en el que apoyar sus pies para tomar decisiones.
Las sociedades se definen a sí mismas por su relación con el tiempo. Cada época le da cuerda a sus relojes mentales. Los tiempos sacralizados creían en la repetición cíclica de una verdad única fijada por los dioses. El tiempo estaba quieto bajo las apariencias del mundo terrenal y volvía en un eterno retorno para rodar sobre el mismo eje de verdades. La modernidad descubrió que el tiempo fluye y que es necesario regularlo con nuestras manos. Nació así, poco a poco, frente a las prisas del tiempo, el Derecho democrático, un reloj que procura marcar las horas de la convivencia, igual que antes las campanas de la iglesia marcaban el ciclo de la vida, la muerte y el cultivo de los campos.
Claro que el neoliberalismo se ha tomado muy en serio eso de que el tiempo es oro y ha decidido convertirlo para sus especulaciones en una mercancía de usar y tirar. Toda estabilidad es un freno y las ebriedades de las redes sociales son hoy el mejor síntoma de un afán insolente de desorden y revoltijo frente a cualquier calma. Por eso recuperar la calma es decisivo para devolverle a la política la confianza y la firmeza que necesita a la hora de tomar decisiones.
El Estado de Ebriedad afecta al estado de ánimo de la gente que confunde el debate político con la declaración sonora, la mentira y el insulto. Generalizar la descomposición impide las buenas consecuencias de las informaciones verídicas y el conocimiento de las denuncias justas. Por el contrario, la calma facilita que las cosas de la democracia permanezcan en su lugar y lleguen a su hora.
Llevamos mucho tiempo repitiendo que la política no debe interferir en el poder judicial. La verdad es que en esta crisis que se vive, en este Estado de Ebriedad, comprobamos que muchas veces se trata de lo contrario: que son los jueces los que se salen de su lugar y se permiten tomar decisiones que corresponden a la política o incluso a la ciencia. Nos hemos acostumbrado a la tristeza de que catedráticos de derecho constitucional, jueces democráticos, magistrados y expertos en justicia escriban artículos duros sobre algunas decisiones judiciales que han afectado a decisiones de carácter político como un indulto, a la seguridad de la ciudadanía en tiempos de pandemia o a sentencias incriminatorias sin pruebas y basadas en una única declaración de un testigo dudoso.
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Al leer estos artículos uno tiene la sensación de que hay algunos jueces y juezas más peligrosos para la democracia que el presunto delincuente juzgado. Y eso es muy intranquilizador porque el poder judicial, que según nuestra constitución democrática debe emanar de la soberanía del pueblo, es el reloj que marca las horas de la convivencia.
El Estado de Ebriedad ha facilitado otras salidas de tono. Con prepotencia impudorosa, algún gran empresario se ha levantado contra la política para dejar claro que él manda más y tiene más poder que el Consejo de Ministros a la hora de regular el precio de la luz. Como la factura se apunta en su cuenta de beneficios, no le ha importado encender una bombilla de claridad ideológica sobre un determinado decreto y amenazar al poder político con su poderío económico. ¿Hasta dónde vamos a llegar? Y no hace falta ser de izquierdas o socialdemócrata para plantarse. Recordemos que Mariano Rajoy se vio en la obligación de pararle los pies a más de un empresario desmedido.
Nos equivocaríamos si siguiésemos alimentando la crispación. Vivimos una época que necesita de decisiones políticas firmes, seguras de sí mismas, y para eso es muy importante recuperar la calma, las posibilidades que ofrezcan el diálogo y la voluntad de entendimiento. Conviene dejar solos a los antidemócratas con sus gritos, sus insultos y sus falsas cuentas en las redes sociales para ensuciar la convivencia. Debajo de la extrema derecha hay una idea de la justicia y la economía fundada en los relojes enloquecidos. Y la justicia social, el derecho y la democracia son cuestión de tiempo, de buenos tiempos. Más allá de algunas tristes despedidas amorosas, uno suele agradecer que el reloj marque bien las horas.
La política democrática debe evitar que en su vida cotidiana el Estado de Derecho sea sustituido por el Estado de Ebriedad. La calma y la búsqueda de acuerdos no son refugios de la cobardía, sino fruto de una toma de conciencia sobre la utilidad de la política. Quienes intentan desacreditarla para evitar cualquier tipo de regulación democrática procuran romper la estabilidad, necesitan que el poder político no encuentre un terreno firme en el que apoyar sus pies para tomar decisiones.
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