El cocinero como héroe moderno

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No es que me guste mucho comer bien, pero forman parte de mi vida las croquetas de la abuela Elisa, las natillas de mi madre y el gazpacho de mi mujer. También forman parte de mi memoria cuatro o cinco restaurantes en los que he pasado horas de amor y amistad. Por eso siento un poco de mala conciencia cuando me asalta un programa de cocina y me incomodo ante el televisor, o cuando oigo en la radio a algún chef hacer teoría artística de la tortilla desestructurada, las espumas del bosque o los sabores del mar.

Pienso que no estoy preparado. La verdad es que en las mesas donde soy feliz se habla poco de cocina. Basta con un comentario después del primer bocado, ¡qué bueno está!, un modo en el fondo de constatar que las tradiciones continúan, una manera de darle las gracias al cocinero o la cocinera de siempre.

Así que no lo puedo remediar, aunque algunos amigos me regañen. Me parece excesiva e inquietante la conversión del chef en el nuevo héroe de la vida moderna, ocupando la vida rosa del corazón y las audiencias mediáticas. ¿Qué sentido tiene?

La cadena de venganzas y tragedias que se cuentan en La Orestíada se puso en marcha cuando Atreo asesinó a dos hijos de su hermano Tiestes, cocinó sus carnes y las sirvió en un banquete. Al descubrir la realidad de los platos servidos, Tiestes arrojó un largo vómito lleno de maldiciones. En medio de los dioses y los mitos, el teatro clásico suele llevarnos a los orígenes de la condición humana. Es la misma voracidad animal que denunció hace unos días la diputada iraquí Vian Dakhil al contar que una esclava sexual del Daesh había sido obligada a comerse a su hijo de un año.

Somos cuerpos, animales con dientes, seres movidos por el deseo y la violencia, por el amor y la muerte. Cada época elabora sus estrategias culturales para ocultar estos instintos, para convertirlos en ilusiones. A veces son ilusiones de amor (la solidaridad, los cuidados), y a veces de muerte (la venganza, la explotación). No es bueno olvidar que los seres humanos somos capaces de amor, dignidad y bondad. El realismo sucio suele ser una caricatura de tintes negros pero el viento general de la cultura contemporánea ha tenido una dirección diferente. La pintura abstracta, el culturalismo, el hermetismo, la exaltación del estilo y la agresividad contra el realismo han pretendido con su tecnocracia, con su arte por el arte, negar la historia, los cuerpos que sudan y huelen, la experiencia humana del dolor y del tiempo.

Van un turco, un ruso, un yanki y un español…

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El crítico norteamericano Frederic Jameson publicó en 1979, a contracorriente, un libro titulado Documentos de cultura. Documentos de barbarie para llamar la atención sobre el dolor y la explotación que están en el origen de la belleza, las dinámicas históricas encarnadas en textos o catedrales. La meditación de Jameson volvía de manera indirecta sobre Las preguntas de un obrero que lee, el poema de Bertolt Brecht: “El joven Alejandro conquistó la India. ¿Él solo? César derrotó a los galos. ¿No llevaba siquiera cocinero? Felipe de España lloró cuando su flota fue hundida. ¿No lloró nadie más?”.

Los lectores de novela española de posguerra estamos acostumbrados al hambre. La angustia de repartir una patata, buscar en la basura, pedir fiado en la tienda del barrio o ahorrar en la comida de los padres para que las hijas tengan leche, traspasó la vida cotidiana de los españoles. Fue la época de los himnos, de la cultura imperial, de la grandilocuencia…, la tuberculosis, los hijos muertos y las queridas. Sí, las más hermosas sonreían a los más insolentes de los vencedores.

Hoy las cosas han cambiado, el dinero encuentra sus formas de embellecerse, sus estrategias culturales. En nombre de la libertad moderna y la maternidad, los ricos compran el vientre de las mujeres para tener hijos, y los cocineros de postín se convierten en los héroes de las televisiones. Al principio de la democracia pensé que era una reacción lógica, igual que las películas del destape, un estallido hortera después de años de hambre y represión. Pero a día de hoy, cuando la prepotencia del lujo ha dado lugar a la crisis, la desigualdad, las ganancias desmedidas de los ricos y las viejas formas nuevas del hambre, creo que el glamour de los chefs es el modo más grosero de ocultar la barbarie que somos, la animalidad que se ha impuesto en un mundo que no duda en devorar a sus propios hijos en los parlamentos, los suburbios, las fronteras y los televisores.

No es que me guste mucho comer bien, pero forman parte de mi vida las croquetas de la abuela Elisa, las natillas de mi madre y el gazpacho de mi mujer. También forman parte de mi memoria cuatro o cinco restaurantes en los que he pasado horas de amor y amistad. Por eso siento un poco de mala conciencia cuando me asalta un programa de cocina y me incomodo ante el televisor, o cuando oigo en la radio a algún chef hacer teoría artística de la tortilla desestructurada, las espumas del bosque o los sabores del mar.

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