La cuestión catalana

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Me resulta triste que el debate sobre la articulación territorial de España esté alcanzando en Cataluña un tono tan sucio. La falta de voluntad del gobierno del PP y la sobreactuación de los responsables de la Generalitat han llevado las cosas a un extremo en el que parece muy difícil el diálogo. Esto es grave en un asunto que afecta a la vida cotidiana, a los sentimientos y a una posible fractura social en la convivencia.

Las cosas son tan feas que una sencilla reflexión sobre el sentido de la democracia puede indisponerte con unos y con otros. No es fácil que una meditación serena se abra paso en la inercia de la confrontación. El asunto catalán es ya tan complicado que el simple hecho de ser honesto puede convertirse en una provocación ante la ira ajena. Y el problema es que un asunto como este sólo puede resolverse con honestidad democrática. Así que considero indecente no comprometerse, lavarse las manos y salvarse de la quema.

La situación es más grave aún para la ciudadanía que se siente ligada a la izquierda política y social. Está claro que la manipulación del legítimo problema de la identidad ha servido no sólo para ocultar en buena parte la lucha social, sino también para establecer líneas rojas que impiden acuerdos para una alternativa de gobierno frente a la derecha, la gran vencedora de esta dinámica.

¿Es posible una meditación democrática que nos ayude a salir de la judicialización de la política y de la sustitución de la ley por impulsos y poderes salvajes?

Sería importante no olvidar dos perspectivas inseparables en el siglo XXI de la experiencia democrática:

1.- Romper las leyes y los marcos jurídicos establece una inercia peligrosa. El marco constituyente es una exigencia imprescindible para salvar los derechos cívicos y sociales de la ley del más fuerte y de la prepotencia de los iluminados. La figura fascista del presidente Trump sirve de recuerdo demasiado cercano. No se puede jugar a saltarse las leyes a la torera.

2.- Las leyes y las constituciones no son dogmas religiosos, verdades inmutables ajenas a los sentimientos y a la voluntad de los ciudadanos. Una constitución es un libro abierto que se debe ir escribiendo según las necesidades de la sociedad. Una ley acaba por convertirse en papel muerto si se aleja de la ética y de los valores de la ciudadanía.

Estas dos simplezas democráticas son un buen equipaje para afrontar situaciones difíciles. Me parece un derecho democrático de la sociedad catalana la demanda de un referéndum sobre su definición territorial. La gran mayoría de los políticos que forman el parlamento de Cataluña así lo pide. Judicializar este deseo me parece una artimaña quizá legal, pero sin legitimidad. Por otra parte, la actuación de Mas y de Convergencia imponiendo respuestas al margen de la ley es un callejón sin salida, una trampa que degrada la situación y convierte la política catalana en un Régimen. Sugerir a los funcionarios que pidan un día libre en el trabajo para apoyar con banderas al jefe en las puertas de los juzgados nos habla de una manipulación política propia de países totalitarios. Y como Cataluña no es un país totalitario, la consecuencia más peligrosa es la fractura social: una fractura no ya entre España y Cataluña, sino en la propia realidad catalana empujada al odio.

Resolver esta situación implica reconocer tanto que las leyes están para cumplirlas como que las leyes democráticas son inseparables de las razones y los sentimientos de la ciudadanía. Más que saltarse las leyes a la torera o que condenar a los representantes políticos a la inhabilitación, conviene crear un marco de entendimiento que permita los cambios legales necesarios para que una ciudadanía libre pueda decidir. Separar la legalidad de la legitimidad democrática supone una degradación peligrosa del Estado de Derecho.

Para ser honesto debo hacer una última confesión: si yo tuviese que participar en el debate político de un referéndum de autodeterminación que considero legítimo, defendería la permanencia de Cataluña en un Estado Federal español. Creo que en la realidad histórica del siglo XXI hay que tener en cuenta tres asuntos:

1.- La derecha utiliza el debate de la identidad nacional para ocultar el impudor de sus explotaciones económicas. Ni España tiene la culpa de las desigualdades en Cataluña, ni Cataluña tiene la culpa de las injusticias en España.

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2.- El mundo que se está construyendo necesita identidades integradoras, no la fractura de fronteras que llenan occidente de refugiados, sin papeles y leyes injustas de extranjería. Un síntoma más no deja de ser un síntoma.

3.- En la situación económica del siglo XXI, centrar el debate en los nacionalismos es parecido a querer viajar a Estados Unidos en barco cuando hace muchos años que se ha inventado el avión. Puede ser un capricho, pero no tiene relación con los verdaderos debates que impone la realidad actual. La vida está ya colocada en otros medios de comunicación.

Aunque sé que mis opiniones no gustarán ni a unos ni a otros, necesito ser sincero por respeto a España y a Cataluña, y porque espero que un día seamos entre todos capaces de construir un marco de acuerdo que le arrebate el gobierno del Estado a una derecha manipuladora y corrupta. Los juzgados están muy bien para investigar a los ladrones del 3% en Cataluña, en Mallorca o en Madrid, no para sentenciar las ilusiones políticas de la gente.

Me resulta triste que el debate sobre la articulación territorial de España esté alcanzando en Cataluña un tono tan sucio. La falta de voluntad del gobierno del PP y la sobreactuación de los responsables de la Generalitat han llevado las cosas a un extremo en el que parece muy difícil el diálogo. Esto es grave en un asunto que afecta a la vida cotidiana, a los sentimientos y a una posible fractura social en la convivencia.

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