Mucho se ha escrito sobre la erótica del poder, una dinámica ardiente que seduce al brillo de la potencia y empuja al poderoso a caer en la prepotencia. Pero la verdad es que resulta mucho más fácil, al ocupar un cargo de responsabilidad, caer en la impotencia.
La democracia es un producto muy caro. Para ser decente y justo, para cumplir la ley y evitar injusticias, hace falta tener mucho dinero. Cuando se identifica la democracia con el derecho a una buena sanidad, una educación igualitaria y una legislación laboral digna, las inversiones públicas se convierten en una exigencia económica muy alta. Frente a una factura democrática, los mecanismos del Estado suelen convivir con las carencias y necesitan, además, evitar remedios particulares que supongan un precedente discriminatorio.
La conclusión es que uno se pone a estudiar, detecta los problemas, arregla lo que puede y se siente impotente al repasar cada mañana todo lo que no puede arreglar. Ya sé que la sociedad mediática es terreno de cultivo para los líderes fuertes, pero a mí me van pareciendo mucho más fiables las personas conscientes de su impotencia. Eso sí, impotentes que, en vez de renunciar a su cuerpo y su alma, meditan en la debilidad para encontrar soluciones una o dos veces al día.
Veo y oigo a un político andaluz convertir la bajada de los impuestos en su lema de campaña. Todo se soluciona con bajar los impuestos. Teniendo en cuenta que pagamos muchos menos que en Francia y en Alemania, por ese camino debería España ser ya el mejor país de Europa. Si repite su deseo de bajar los impuestos en un programa de televisión, en un mitin o en un laboratorio farmacéutico, será porque ese político piensa que su consigna le da votos. Como la sociedad es cada vez más desigual y la ingeniería fiscal sólo es útil para los más afortunados, resulta triste pensar que la opinión dominante hace que la gente acuda a votar contra sus propios intereses. ¿Quién va a costear la sanidad, la educación y los servicios que necesitamos para ser justos y decentes?
Supongo que si un nacionalista catalán monta en el parlamento un sonoro espectáculo de mala educación y chulería, será porque piensa que resulta rentable la desfachatez. El caudillo Francisco Franco puso el listón muy alto al vender la nación al nazismo alemán y al fascismo italiano en nombre del nacionalismo español. Ahora la situación no es tan grave, pero uno no comprende qué lógica puede llevar a convertir Cataluña, por amor a Cataluña, en un referente de zafiedad intelectual cada vez más identificada con los movimientos de extrema derecha europea en nombre de la izquierda.
Otra cosa. Salen mucho por televisión dos jóvenes políticos que por amor a España echan leña todos los días en la hoguera del conflicto catalán que está quemando la vida política de Cataluña y España. Por amor a la unidad, trabajan el abismo. Estos dos políticos, también por amor a España, critican ahora que el presidente de Gobierno viaje a Cuba y no se reúna con los disidentes. No hace falta saber mucho de diplomacia para comprender que los viajes de Estado se pactan con difíciles negociaciones y que si no hay reunión con disidentes es porque el Gobierno cubano no ha querido aceptarlo.
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¿Hay que dejar de viajar a Cuba? Por amor a mí mismo, a España y a Cuba, durante tiempo viajé con frecuencia a la isla. Disfruté de la labor que allí hacía el Centro Cultural español y viví con pena la dinámica de malentendidos diplomáticos, cada vez más cerrados los unos y los otros, que desembocó en la clausura del Centro. Desde entonces el hueco dejado por España es aprovechado cultural y económicamente por Francia, dispuesta a recuperar su protagonismo perdido. Macron ha afirmado en diferentes ocasiones que Francia debe arrebatarle al español el segundo lugar que ocupa en las culturas globales del mundo. ¿Seguimos ausentes en Cuba y con las relaciones bajo mínimos o empezamos a trabajar poco a poco, en lo que se pueda, para bien de todos?
Por amor a España hay quien quiere devolver el país a la mísera insignificancia que padeció bajo la retórica imperial de la dictadura. Pedir dignidad institucional y respeto a la virtud pública, pedir que la política sirva para solucionar problemas políticos, pedir que nadie venda a su país por un puñado de votos, nos parece hoy una quimera quijotesca. Pero esa debería ser la normalidad, aunque no lo comprendan los que quieren convertir a la democracia en un objeto barato, de saldo y sin seguro, comprado en un chino.
Hay quien cultiva el futuro de una democracia impotente por puro deseo de una prepotencia individual sin límites legales.
Mucho se ha escrito sobre la erótica del poder, una dinámica ardiente que seduce al brillo de la potencia y empuja al poderoso a caer en la prepotencia. Pero la verdad es que resulta mucho más fácil, al ocupar un cargo de responsabilidad, caer en la impotencia.