El derecho a la admiración

Cada vez que entro en las redes sociales y veo el estiércol de odio que las infecta, me alegro de cultivar el derecho a la admiración. Después de entretenerme con los insultos, las calumnias y los desprecios, no me preocupo mucho por los ofendidos, sino por los que ofenden, condenados de por vida a participar en una comunidad a través de las falsedades y el rencor. Es un modo de negarse a sí mismos, de vaciarse por dentro, para desconocer el sentido de su propia identidad. En vez de entrar en una red pública para esperar el consejo de un artículo o la opinión de alguien admirado, se sumergen en la ira y en el vértigo de condenarse a la rabia y la enemistad. El hecho de tener enemigos es la única justificación de su existencia.

Cuando uno disfruta la suerte de unir su destino a su vocación, el derecho a admirar se convierte en un aliado de la alegría cotidiana. Si tener un empleo puede considerarse una necesidad para sobrevivir, tener una vocación supone una fortuna para vivir en plenitud las horas más fáciles o más difíciles de la existencia. Desde las primeras lecturas de García Lorca y Machado, sentí la necesidad de escuchar, leer y agradecer las iluminaciones que ofrecen los días y las noches. Ya en la Universidad me encontré con profesores como José Ignacio Moreno y, sobre todo, como Juan Carlos Rodríguez que me hicieron comprender que educar es compartir, hacernos partícipes de inquietudes, comprometernos en una mirada sobre el mundo, y eso es sólo posible de manera definitiva cuando el respeto se convierte en admiración.

Juan Carlos Rodríguez era un sabio, un buen profesor y un personaje con sombrero. Esto último ocurrió con el paso de los años. Entonces yo era profesor y amigo suyo. Le fue imposible evitar la calvicie, aunque buscó algunos remedios, y su coquetería terminó por esconderse bajo un sombrero que no se quitaba ni en las aulas, ni en su despacho, ni en la de estar de su casa ante las visitas, ni en las habitaciones de los hospitales. Muchos amigos lo recuerdan así. Pero esa escenificación personal de su manera de ser, acentuada por el chapeau, la reconocí como alumno desde el principio. Y me fascinó. Convertía cada clase en una verdadera representación pública de la inteligencia, del ejercicio de pensar y dudar, con palabras precisas, silencios, manos en movimiento y frases rotundas. Con él aprendí, por ejemplo, que la literatura no había existido siempre. Quien se para a pensarlo tiene ya mucho adelantado.

Juan Carlos era discípulo de Louis Althusser. Su libro Teoría e historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas (1974), escrito desde la conciencia histórica marxista, es una de las mejores reflexiones sobre la poesía que yo he tenido la oportunidad de leer. Pese a su apariencia de ladrillo y su gramática estructuralista, conseguía contagiar de inmediato amor por la literatura y pasión por la sabiduría. Fue importante en mi formación descubrir pronto que los vínculos entre la historia y la literatura, los lazos del compromiso con la sociedad, van más allá de un contenido político directo. Juan Carlos hablaba de Petrarca, Garcilaso, Fray Luis, San Juan e indagaba cómo, a través del amor o la religión, la subjetividad humanista, las futuras posibilidades de la libertad, habían quebrado el orden medieval de la servidumbre. Era un acontecimiento revolucionario que San Juan aspirase a una religiosidad sin mensajero o que Garcilaso hubiese escrito a su dama este endecasílabo: “yo no nací sino para quereros”.

Esperemos que la voluntad de censura de la extrema derecha no nos quite ahora las ganas de reír, ni nos prohíba el derecho a la admiración

También fueron inolvidables las clases sobre Moratín y El sí de las niñas. La articulación de un contrato social entre lo privado y lo público en el siglo XVIII se había acompañado de definiciones ideológicas sobre la condición masculina (la razón, lo público) y de la condición femenina (el corazón, lo privado), marcos causantes de una injusta realidad machista. Ese prejuicio, y la trampa romántica de pensar que la rebeldía surge cuando los sentimientos desbordan la razón, me convencieron de la importancia de evitar que los sentimientos se separen de las razones y las razones de los sentimientos. Con Moratín y Espronceda formé mi opinión sobre los dogmas técnicos y razonables que acaban en cámaras de gas y los sentimientos identitarios que desembocan en genocidios.

Juan Carlos quería una interpretación objetiva, científica en lo posible, de las ideologías. Pero nunca perdió su amor por la literatura. Por eso le debo también otras lecciones: no se puede confundir una obra de arte con un panfleto, las explicaciones históricas no pueden hacernos olvidar el valor del talento personal de los creadores y es importante que un crítico cultural no se convierta en un comisario político. La admiración sentida por Juan Carlos y el comportamiento de algunos de sus discípulos, comisarios políticos de pacotilla, me reafirman todavía en estas lecciones. Digo de pacotilla, porque los comisarios políticos causaron y causan terror cultural en las dictaduras estalinistas. Pero en la democracia española, la que conquistamos mientras yo era alumno de Juan Carlos Rodríguez, lo único que han despertado es carcajadas. Esperemos que la voluntad de censura de la extrema derecha no nos quite ahora las ganas de reír, ni nos prohíba el derecho a la admiración. 

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