Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
Geografía o historia
Nacido al final de los años 50 en una ciudad del sur de España, tengo recuerdos muy precisos del subdesarrollo. El mundo industrial que animaba el norte de la dictadura franquista aún no rozaba a Andalucía. La costumbre de la emigración a Barcelona o Bilbao, a Alemania o Francia, convivía en el sur con escenas en blanco y negro muy parecidas al luto de la primera posguerra. Recuerdo un poema de Carlos Barral, “Geografía e historia”, de su libro Diecinueve figuras de mi historia civil (1961), que convierte en escena cargada de significado la aparición de una pareja de escandinavos en una procesión del Carmen. Frente a la Iglesia, mientras los soldados portan la imagen de la Virgen y las voces veladas despliegan en el aire de julio la religiosidad de su tristeza, irrumpen los escandinavos, flexibles como peces, altos, hermosos, casi teóricos. Ella sacude su cabellera y él fotografía la pintoresca celebración del sometimiento. El poema desemboca en un verso inolvidable: “¡Qué oscura gente y qué encogidos vamos”!”.
Crecí en una España encogida en la que irrumpían las suecas como un símbolo vivo de la Europa libre. Más allá del pecado nos esperaba la felicidad. Esa sensación se vivía en Granada cuando los turistas bajaban de la Alhambra hasta los edificios provincianos de una ciudad que había aprendido a sobrevivir en el silencio. Pero el encogimiento se multiplicaba cuando un coche familiar, cargado de niños y olor a gasolina, cruzaba por los pueblos y las curvas hasta llegar al mar. Veraneábamos en el Puerto de Motril, en la Comandancia de Marina que dirigía el tío José Montero o en una casa alquilada junto a la fábrica de hielo. Son recuerdos felices de una España triste. Escuché el Mundial de 1966 por la radio, esperé la voz de las telefonistas que anunciaban una conferencia con Granada, vi llegar los barcos pesqueros que dejaban en la lonja el fruto difícil de sus redes, observé la ropa humilde de la gente, espié al niño discapacitado que su madre encadenaba a la puerta de su casa para que le diera el aire y aprendí a reconocerme en la soledad de unas siestas alargadas en las que me escapaba de casa por la playa de las Azucenas o por la bocana del puerto. Son, como digo, recuerdos felices de una tierra oscura y encogida.
La democracia social debe intentar algo más si quiere ser una respuesta de futuro. Debe conseguir una riqueza bien distribuida, una economía hermanada con el humanismo
Cuando empezamos a pasar los veranos en Almuñécar, España se parecía más a la libertad de las suecas, y el desarrollo económico también se adivinaba en el sur. Las ganas de unas fiestas que no se sometiesen a las procesiones y la rebeldía adolescente encauzada a la conciencia política se identificaban con los nuevos aires del turismo interior, los bares, la música y los coches sin olor a gasolina quemada. Manuel Fraga Iribarne había intentado celebrar los 25 años de paz con la apuesta por un desarrollo económico compatible con la dictadura franquista. El capitalismo y la falta de libertad han podido convivir en China, pero en la Europa de aquellos años resultaba muy difícil. Por eso tuvieron éxito las luchas clandestinas del sindicato CC.OO. y del PCE en su reivindicación de que la salida del subdesarrollo debía ser inseparable de una conquista democrática. La política era entonces una invitación a superar la oscuridad y el encogimiento.
Viví de manera natural la hermandad de la política, el trabajo y la cultura al entrar en la Universidad. Asistir a un concierto de Paco Ibáñez o de Serrat, estudiar a Garcilaso de la Vega o a Federico García Lorca, compartir la sexualidad con mujeres que tenían derecho a ser tan libres como yo, reunirme en los bares nocturnos para imaginar un futuro que se sacudiese la cabellera, imaginar mundos flexibles como peces en el agua, era inseparable del crédito de la política, de la necesidad de militar en favor de una democracia y una sociedad cada vez más justa. El crédito de la palabra política fue decisivo a la hora de unir el progreso a la justicia social.
El descrédito actual de la política, en el que trabaja de manera tenaz el pensamiento reaccionario, ha unido a los que añoran la España franquista, la España oscura de gente encogida, con los que sólo ambicionan acumular riquezas y aumentar sus fortunas más allá de cualquier límite ético. Por eso, junto al poema de Carlos Barral, pienso en las Variaciones sobre Tema Mexicano de Luis Cernuda. Después de su exilio anglosajón, se reencontró con la lengua propia y con la dignidad de la pobreza y se preguntó si era posible superar el subdesarrollo sin caer en la prepotencia del lujo. Se trata de una pregunta que me hice cuando empezaron a llegar a España inmigrantes en busca del progreso económico, una pregunta que me repito en un paisaje internacional que favorece el pacto del neoliberalismo con la política totalitaria. Recuerdo las palabras y el desamparo de Cernuda: “¿Riqueza a costa del espíritu? ¿Espíritu a costa de la miseria? Ambos, espíritu y riqueza parece imposible reunirlos”. Mientras existan la pobreza y la desolación, confiesa Cernuda, el poeta debe estar siempre con los que sufren. Una buena elección. Pero la democracia social debe intentar algo más si quiere ser una respuesta de futuro. Debe conseguir una riqueza bien distribuida, una economía hermanada con el humanismo.
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