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Una gran emoción política

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El poeta Abraham Gragera asumió en O Futuro (Pre-textos, 2017) un significativo reencuentro con su pasado. Sus versos se llenaron de fuerza al volver a los recuerdos a través del cuerpo, la sensualidad, las imágenes, las manos de una lavandera que le “devolvían a las cosas el orgullo de ser ciertas”. Bajo la memoria del poeta madrileño está la infancia en Extremadura, viven los sabores, el sudor, el olor de las cabras y la vid, el picón, la higuera, el horno en el que se reunían las gentes para contarse la vida.

Recordar la historia es importante, pero sin separarla de la vida, del cuerpo. Más que fechas oficiales y acontecimientos, más que los mundos virtuales del relato oficial, nos devuelve a la verdad una experiencia del cuerpo, el orgullo, el deseo, la alegría, la tristeza del cuerpo. Ninguna imagen más desoladora del momento real en el que la Gran Historia desemboca en la vida que los cuerpos desnudos y apilados de las víctimas en un campo de exterminio.

Ayer fui al Teatro Valle-Inclán para ver Una gran emoción política, la historia de danza contemporánea que Luz Arcas y Abraham Gragera han preparado con la compañía La Phármaco. Sin voluntad de historicismo, se trata de una conversión en cuerpo de María Teresa León, la escritora de la generación del 27. Inspirados en Memoria de la melancolía (1970), el libro que escribió poco antes de perder sus recuerdos por culpa del alzheimer, los cuerpos y la danza evocan la vida de una mujer que vivió la República, levantó el puño, llamó a la resistencia frente a los golpistas de 1936 y sufrió el miedo de los bombardeos, la derrota y el exilio.

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En una época marcada por el descrédito del compromiso político, por la deslegitimación de las ilusiones sociales fundadas en el valor de la igualdad, por la negación de la esperanza y la renuncia a intervenir contra los poderes salvajes de la economía, una y otra vez confundidos con la libertad, este espectáculo de danza contemporánea nos devuelve al sentido de una gran emoción política. Trasciende los detalles para volver al origen, a esa raíz que hay en el desnudo de Adán y Eva, en los cuerpos orgullosos del arte renacentista capaces de representar por sí mismos la dignidad humana. Pero si esos cuerpos son separados del movimiento, del sudor, de la vida, para convertirlos en decoración artística, en representación vacía o en muerte, la belleza pierde su verdad y se diluye en cualquiera de las muchas formas del olvido. Recuperar la emoción es la gran apuesta política de unos cuerpos que comparten su soledad hasta convertirse en una danza colectiva.

Yo sólo vi una vez a María Teresa León. Junto a Teresa Alberti y a Benjamín Prado, acompañé en 1988 a Rafael Alberti, su marido y mi maestro, a una residencia de ancianos de Majadahonda. María Teresa estaba perdida en su mundo, encerrada en sus olvidos, viviendo un largo adiós. Para un lector apasionado de Memoria de la melancolía, uno de los mejores libros autobiográficos de la literatura española, suponía una gran emoción triste la posibilidad familiar de abrazar el cuerpo vencido y la ausencia de una mujer que se había empeñado durante décadas en mantener el recuerdo de su rebeldía femenina, el sueño republicano de su amor y su compromiso. Quien quiera conocer por dentro lo que supuso en la vida nacional la historia de la República, el exilio y el franquismo, hará bien en leer Memoria de la melancolía.

Yo, claro está, me emocioné como espectador con la gran emoción política de Luz Arcas, Abraham Gragera y la compañía de danza La Phármaco. Sentí mi puño, mi memoria, mi cuerpo, nuestras derrotas, la lealtad inquebrantable que le debo a mis mayores y todas, todas, todas las cosas que me enseñan los jóvenes, mis amigos jóvenes: las cosas con orgullo de ser ciertas.

El poeta Abraham Gragera asumió en O Futuro (Pre-textos, 2017) un significativo reencuentro con su pasado. Sus versos se llenaron de fuerza al volver a los recuerdos a través del cuerpo, la sensualidad, las imágenes, las manos de una lavandera que le “devolvían a las cosas el orgullo de ser ciertas”. Bajo la memoria del poeta madrileño está la infancia en Extremadura, viven los sabores, el sudor, el olor de las cabras y la vid, el picón, la higuera, el horno en el que se reunían las gentes para contarse la vida.

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