Con la Iglesia hemos topado

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Uno ama la vida porque está llena de matices, contradicciones y sorpresas. La muerte de Enrique de Castro, el padre de Vallecas, el viejo aliado de Madres Unidas contra la Droga, el corazón grande y fraternal de Entrevías desde los años 70, me hace pensar en mis extrañas relaciones con la Iglesia. No siento ninguna simpatía por su poder como institución y me cuesta trabajo soportar el pensamiento reaccionario del catolicismo que entra en política para negar el derecho al aborto o condenar la homosexualidad, tan enemigo del sentimiento como de la razón. Y, sin embargo, son muchos los sacerdotes que han marcado mi vida, lo que más respeto de mi vida.

Cuando era adolescente, en la España turbia de un franquismo añorado hoy por la prepotencia de un nuevo nacionalcatolicismo, el padre Iniesta me leyó en unos ejercicios espirituales un poema de Bertolt Brecht para que pensase en la solidaridad y la pobreza. Otro padre escolapio, Francesc Mulet, me invitó a meditar sobre el papel que los mercaderes y los ricos juegan en el Evangelio. Por él hice yo mi primera huelga de brazos caídos, cuando la superioridad quiso castigarlo bajo la presión de algunas familias beatas, de esas que van a misa los domingos después de haberse pasado la semana empobreciendo a la gente y persiguiendo al que no se somete a sus dogmas.

La realidad tiene cosas bastante feas, como el griterío de las asociaciones clericales que presionan al PP para que siga en su lucha feroz contra cualquier ley que permita a las mujeres interrumpir un embarazo no deseado. Es una buena metáfora del pensamiento inhumano e irracional. Una minúscula formación corporal que meses después podría ser una persona, un grano en el útero, les parece más respetable que una mujer entera, protagonista de su vida, sus deseos, sus problemas y su futuro. La obligación de someterse y obedecer a una autoridad superior les parece más importante que el respeto a la conciencia ajena.

Y los que estaríamos en contra de cualquier ley que impusiese un aborto obligatorio o que persiguiese una creencia religiosa, debemos aguantar la mezquindad de los devotos de un dios cruel que necesita borrar la voluntad ajena. El ruido de sotanas, además de una guerra interna, es el recurso de una ideología que no acepta valores tan democráticos como la igualdad entre el hombre y la mujer en el ámbito familiar y en el mundo del trabajo.

Una minúscula formación corporal que meses después podría ser una persona, un grano en el útero, les parece más respetable que una mujer entera, protagonista de su vida, sus deseos, sus problemas y su futuro

La realidad tiene cosas bastante hermosas, como los poemas de Antonio Machado y las canciones de Serrat. El padre Antonio Díaz bajó a clase un tocadiscos para que sus alumnos escucháramos los poemas de Machado que acababa de musicar Serrat. Comprarme ese disco con el dinero que mi abuelo me había regalado en mi décimo cumpleaños fue un modo de comprender que iba a dedicar mi vida a la poesía y la conciencia cívica, una conciencia que conduce muchas veces a la soledad. Tan lejos se siente uno de los jóvenes narcisistas que hacen sexo sin usar un preservativo y sin ningún escrúpulo, como del dogma que le niega a cualquier mujer el derecho a decidir sobre su cuerpo y su vida.

Aunque la Iglesia española se ha apartado mucho de los necesitados y de la teología de la solidaridad humana, he tenido la suerte de conocer a curas como Enrique de Castro o Javier Baeza que me han enseñado lo mejor del respeto a la dignidad humana, ganándose a veces el castigo de las autoridades eclesiásticas más interesadas en las monedas de Judas que en el amor de Cristo. Al enterarme de la muerte de Enrique, he pensado en mi deuda con algunos sacerdotes. A veces me gustaría creer que Dios existe. Y no para poder enfadarme con él y exigirle responsabilidades sobre el mundo que nos ha dado, como hizo Blas de Otero, sino para que personas como Enrique pudieran confirmar que su Dios estaba cerca de él, muy cerca, mucho más cerca que de los obispos, arzobispos y cardenales que quisieron crucificarlo.

Uno ama la vida y hasta hace bromas con sus contradicciones. Escribiendo este artículo he tomado conciencia de que mi serenidad de poeta rojo, envuelto con tranquilidad en las polémicas, calumnias, gritos, incomprensiones y desprecios que caracterizan nuestro panorama político, tiene mucho que ver con una paciencia cristiana.

Uno ama la vida porque está llena de matices, contradicciones y sorpresas. La muerte de Enrique de Castro, el padre de Vallecas, el viejo aliado de Madres Unidas contra la Droga, el corazón grande y fraternal de Entrevías desde los años 70, me hace pensar en mis extrañas relaciones con la Iglesia. No siento ninguna simpatía por su poder como institución y me cuesta trabajo soportar el pensamiento reaccionario del catolicismo que entra en política para negar el derecho al aborto o condenar la homosexualidad, tan enemigo del sentimiento como de la razón. Y, sin embargo, son muchos los sacerdotes que han marcado mi vida, lo que más respeto de mi vida.

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