Resulta curioso que al abordar las relaciones entre los intelectuales y la política se otorgue poca importancia a lo que debería ser un motivo principal de discusión: una toma de postura intelectual sobre el significado de la política. Es decir, una toma de decisiones meditadas no tanto por las coyunturas de la actualidad, sino por el sentido de la cultura dominante. ¿Cómo estamos pensando?
La simpatía o el resquemor que provoca el paso de un intelectual a la política activa tienen su historia. No siempre fue amable el abrazo público entre los dos mundos. La tradición ilustrada alimenta la necesidad de un pensamiento cívico, pero la ética comprometida puede desempeñarse a través de la escritura o del activismo. Y existen dudas muy lógicas sobre el peligro de que la militancia oficial en unas siglas fagocite la independencia de la opinión o rebaje a largo plazo la calidad de una obra. Parece que la política mancha.
Por otro lado, la política demanda negociaciones constantes entre la realidad y el deseo a la hora de resolver conflictos. Esa urgencia de razones prácticas despierta recelos sobre la utilidad de los intelectuales con su pesada vocación teórica y sus valores inamovibles. Para muchos políticos los intelectuales son cabezas de chorlito. Parece que la vocación del pensamiento abstracto inutiliza para la vida.
Como suele ocurrir en este tipo de debates, las tensiones entre la eficacia del político y la meditación de una ética intelectual no alude sólo al juego de tronos característico del poder. La vida cotidiana de los ciudadanos vive la misma complicación en su juego de sillas, en su pensar y decir al sentarse en una cocina, un café o un dormitorio. Conviene no olvidarlo, porque hay una legítima vocación política que no surge de un juego de tronos o de sillones, sino del juego de unas sillas para sentarse a hablar: un deseo de emancipación intelectual en la vida cotidiana.
Un intelectual puede ser tan honesto o tan deshonesto, tan pedante o tan humilde, tan inútil o tan útil para los asuntos públicos como cualquier ciudadano. Los intelectuales no salvan nada. La honradez tiene menos que ver con una clase de oficio concreto que con la manera de relacionarse con el propio oficio (sea el que sea).
Es normal que acabe metiéndose en política un médico convencido de la importancia de la sanidad pública. Es normal que acabe entrando en política un maestro convencido del valor de la educación pública. Es normal que entre en política la madre que sufre la falta de guarderías en una sociedad que no sabe repartir el compromiso de los cuidados. Es normal que entre en política la trabajadora que no encuentra empleo o que recibe un trato laboral indecente. Se trata de formas de reacción contra los que llegan a la política para servir a los que buscan negocios sucios a costa de la sanidad, la educación, la igualdad o el empleo.
La cultura es vida, forma de relacionarse con la vida, valores de amor o de odio que se convierten en la piel de una sociedad. En ese sentido, es normal que entren en política los intelectuales que quieren decidir sobre su lugar y su posición ante la cultura dominante. La clave entonces es plantearse, por ejemplo, si uno quiere participar en un juego de tronos.
El neoliberalismo se ha convertido en la cultura dominante de las últimas décadas. Afecta a la lógica financiera, las relaciones en el mundo laboral, la política, el modo de vivir el amor o el desamor y las visiones del tiempo. La sociedad líquida se somete al vértigo (que es el tiempo de la especulación) y todo lo convierte en un espectáculo de momentos estelares, una prisa que disuelve el contrato laboral, la privacidad, la memoria o el prestigio de las realidades organizadas.
Ver másLa casa, identidad y conflicto
El fin de las ideologías fue uno de los ejes principales de la cultura neoliberal. Cumplida la historia y establecidos en Occidente los paraísos del consumo era agua pasada eso de mantener compromisos sólidos con unos valores. De esta lógica surgió también, aunque con disfraz de versión moderna, la idea de que no se debe clasificar, de que ya es viejo hablar de derecha o de izquierda. Y al adjetivo viejo hubo además que sobrecargarlo de valores peyorativos para disolver la memoria del pasado, un ejercicio paralelo al descrédito de cualquier identidad organizada. Muertos los valores como referencia, la transformación no necesita cambios de modelo y puede limitarse a la regeneración biológica. Se fractura el sentimiento histórico de la vinculación para abrir las puertas al debate de lo nuevo y lo viejo.
Como enseñan los libros, los valores y el corro de sillas en una cocina o en una mesa de café, cancelar el pasado como herencia de una identidad es el modo más eficaz de desarticular el futuro. Nos lo contó el abuelo John Berger. La sociedad líquida se precipita en la sociedad del humo.
Un intelectual puede entrar en política por pura reflexión intelectual, alarmado ante el poder de una cultura dominante capaz no sólo de legitimar el hambre y la desigualdad, sino también de definir a su gusto la actuación de los movimientos alternativos. ¡Sonó la hora de sacrificar a la izquierda organizada! Es el fin de las ideologías, del trabajo fijo y de las intimidades que no están dispuestas a mercantilizarse. ¿Es necesario? Quizá lo sea para jugárselo todo por el trono.
Resulta curioso que al abordar las relaciones entre los intelectuales y la política se otorgue poca importancia a lo que debería ser un motivo principal de discusión: una toma de postura intelectual sobre el significado de la política. Es decir, una toma de decisiones meditadas no tanto por las coyunturas de la actualidad, sino por el sentido de la cultura dominante. ¿Cómo estamos pensando?