Leer es un riesgo

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La primera lección que debe enseñarle un profesor de literatura a sus alumnos es que los libros son algo más que un temario académico. Los escritores no hacen su trabajo para que alguien se examine sobre ellos. Un profesor de anatomía o de cálculo de estructuras no se ve en la obligación de recordar que su disciplina tiene repercusiones en la realidad más allá de las aulas. En la sociedad que vivimos, la literatura, como la filosofía o la historia, corren el peligro de quedar reducidas a un trámite académico (paso previo para su desaparición definitiva de los planes de estudio).

Si nos tomamos en serio las humanidades, el riesgo de la lectura supone algo más que la posibilidad de un suspenso. Los libros no ambicionan desembocar en una cartilla de notas o en un currículum, pero sí en una identidad, una conciencia y una educación sentimental. Los libros decisivos forman o deforman, hacen o deshacen y se quedan para siempre con nosotros. La burocracia académica que busca crear un ejército de profesionales, mano de obra barata para acomodarla en el mercado, considera innecesarios los estudios humanísticos. Y los profesores de humanidades se convierten en los mejores aliados de la mediocridad cultural, más peligrosa que el analfabetismo, cuando olvidan que sus disciplinas y sus libros son algo más que una asignatura.

Se acaba de traducir en España el último libro del ensayista italiano Alfonso Berardinelli, Leer es un riesgo (Círculo de Tiza, 2016). Su mirada personal, educada en la estirpe de Elsa Morante, Pasolini, Simone Weil, Orwel, Eliot o Gramsci, se toma en serio y en profundidad la enemistad con la burocracia académica de la lectura. Reivindicar la lectura como un ejercicio de conciencia y libertad individual es más importante que esforzarse en confundir el conocimiento humanista con una metodología científica parecida a las leyes de la física y de la química. Las teorías literarias que han querido explicar los libros con el rigor de una ciencia exacta, olvidándose del tejido flexible de la mano que escribe o de los ojos que leen, han borrado lo que en rigor puede aportar la literatura a su sociedad: la libertad, el peso histórico de la experiencia personal y la responsabilidad comprometida de la mirada individual. Los literatos que caen en la superstición científica ayudan a que los científicos y los técnicos se olviden de la parte de poesía que tienen sus disciplinas, es decir, de su compromiso colectivo con la dignidad humana.

Alfonso Berardinelli nos invita a detenernos en palabras como soledad, progreso, verdad y manía.

La soledad es un riesgo cuando uno quiere ejercer su propia conciencia sin abandonarse a las modas y a las corrientes de opinión. En la época de la neovanguardia, el crítico se negó a compartir la idea de que la calidad literaria dependía de la oscuridad, cuando “inventar y transgredir equivalía a sabotear la lectura y arrasar la lengua común”. Ahora se niega a aceptar el populismo poético que confunde el arte con el lenguaje publicitario y la superficialidad adolescente. Ilegible es también aquello que resulta inútil haber entendido perfectamente.

La concepción lineal del tiempo convirtió la producción vertiginosa y el progreso en banderas de la felicidad moderna. Lo nuevo ocupó el espacio de lo bueno. Pero después de haber vivido La Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial, las cámaras de gas y la bomba atómica, tenemos derecho a tomarnos en serio el riesgo de la melancolía y a vigilar con inquietud un espíritu productivo que amenaza con la liquidación del planeta de los humanos. Es difícil no sentir miedo por las posibilidades de control, homologación, rumorología y tachadura de la libertad que han abierto las nuevas tecnologías bajo su himno de futuro y esperanza.

Escribir la palabra verdad con minúsculas es un riesgo también para los que prefieren acomodarse a cualquier tipo de dogma. La lectura que propone Berardinelli invita a pensar con el espíritu de la verdad, pero no a sentirse en posesión de la verdad. Cualquier verdad con voluntad de dominio representa un peligro para la libertad.

En estos ejercicios de pensamiento cumplen su función incluso las obsesiones y las manías. La exageración de alguien que mira con sus ojos la realidad, sin el apoyo de los lugares comunes, abre perspectivas y genera discusiones fértiles. En su queja contra la homologación capitalista en las sociedades de consumo, Pasolini llegó a proponer como remedio abolir la televisión y la enseñanza media obligatoria. Sin duda hay en esa propuesta un juego intelectual con las obsesiones personales y con la exageración. Pero ese juego ayuda a meditar sobre los sistemas educativos, sobre las formas de control en los Estados modernos, y nos sitúa en un viejo debate, central todavía en nuestra realidad: ¿cómo se articula la libertad democrática en una sociedad de masas? Quien está convencido del poder manipulador de las grandes cadenas de televisión, controladas por las élites económicas, no puede mirar con inocencia a la gente que se comporta de forma mayoritaria como un producto televisivo. Pasolini nos obliga a asumir una doble tarea: no perder la voluntad democrática, no cerrar los ojos ante los códigos reales de una democracia.

Leer a Alfonso Berardinelli es un riesgo. Invita a pensar por uno mismo y a responsabilizarse de los sentimientos propios, costumbres incómodas en los tiempos que corren. Pero hay riesgos que merece la pena asumir.

La primera lección que debe enseñarle un profesor de literatura a sus alumnos es que los libros son algo más que un temario académico. Los escritores no hacen su trabajo para que alguien se examine sobre ellos. Un profesor de anatomía o de cálculo de estructuras no se ve en la obligación de recordar que su disciplina tiene repercusiones en la realidad más allá de las aulas. En la sociedad que vivimos, la literatura, como la filosofía o la historia, corren el peligro de quedar reducidas a un trámite académico (paso previo para su desaparición definitiva de los planes de estudio).

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