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Memoria y democracia

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El valor decisivo de la memoria colectiva se ha unido casi siempre en los debates españoles a las reivindicaciones de la izquierda. Se trata de una dinámica lógica porque durante muchos años la dictadura de Franco legitimó su poder en el olvido y en la manipulación de los hechos. Luchar contra el silencio suponía una hermandad imprescindible entre el conocimiento, las libertades y el homenaje a las víctimas.

Que los restos del dictador permaneciesen más de 40 años en un monumento nacional para recibir las devociones de sus deudos y nostálgicos, ejemplifica bien la extraña relación de la democracia española con la memoria. Que esa anormalidad se haya solucionado por fin, puede ejemplificar también que las cosas cambian, deben y pueden cambiar para el bien de la nación que compartimos.

Creo que una de las tareas fundamentales que la memoria política tiene ahora por delante es la de ayudar a consolidar una necesaria derecha democrática. La extensión de los irracionalismos y el descrédito de las instituciones son enfermedades que afectan a las democracias más importantes del mundo. Los procesos comparten muchos códigos que van desde la demagogia mediática del expresidente Trump hasta el resurgimiento neonazi en Alemania o las otras mareas racistas que se extienden por Europa. Pero dentro de los códigos compartidos cobran valor las historias particulares, y España tiene la suya.

Me preocupa, por ejemplo, que los nuevos discursos antidemocráticos coincidan en España con la pérdida inevitable de la memoria viva de lo que fue la dictadura franquista. Han pasado muchos años y tenemos ya muchos inviernos encima los que experimentamos aquella realidad. Con frecuencia se cae en la trampa de comparar acontecimientos como si nada hubiese cambiado. Cuando se dice que en la democracia hay la misma corrupción que en la dictadura, cuando se confunde un error judicial con una justicia dictatorial o cuando se define como fascista a alguien que defiende ideas de derechas que caben en una democracia, se mezclan realidades que tienen muy poco que ver. La otra cara de la moneda es el consabido estalinismo-comunista-socialista-bolivariano de toda persona empeñada en no separar mucho los valores de la igualdad y la libertad.

Creo que, a la hora de caer en los discursos del odio y las identidades cerradas, son hoy más peligrosos para la democracia española los que ya no pueden tener memoria viva de lo que supone en realidad una dictadura que los melancólicos atrapados en la nebulosa de sus recuerdos y sus hazañas bélicas.

La política española le debe a Adolfo Suárez la creación imprescindible de una derecha democrática. Más grave para la democracia que la personalidad de Trump ha sido la descomposición del Partido Republicano. La derecha política española debería ser consciente de que hay dinámicas corrosivas. La obligación de ejercer una oposición legítima a un gobierno de izquierdas no puede confundirse con un vértigo de desestabilización que ponga en peligro los intereses nacionales y nuestro crédito internacional. Lo pagamos todos desde un punto de vista social; pero desde una perspectiva política, lo acaba pagando en primer lugar la propia derecha democrática, desbordada por dinámicas de radicalización incompatibles con la convivencia y el intercambio de ideas.

La sentencia de Pablo Hasél

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Aquí la memoria democrática tiene mucho que recordar. Cuando en las cortes republicanas los ámbitos más conservadores se movilizaron contra Azaña identificándose con Gil Robles, facilitaron un estallido golpista que acabó con la República y con el propio Gil Robles. Años después, al principio de nuestra democracia, Adolfo Suárez tuvo que dimitir para evitar un golpe de Estado, sintiéndose muy solo, porque nadie de su alrededor, y nadie es nadie, fue capaz de analizar, al margen de sus intereses más egoístas, lo que ocurría en España.

Ahora no existe peligro ninguno de golpe de Estado. Pero hay una dinámica de descrédito de la democracia y la política que está deslegitimando las instituciones y confundiendo la diversidad ideológica con una pulsión desquiciada. Tampoco viene mal aquí el recuerdo de otra lección de la memoria política: el derecho al voto es una exigencia de los demócratas, pero no una garantía de que un país sea gobernado por valores democráticos. En las urnas cabe todo. Así que la prudencia debe formar parte del equipaje de una democracia.

Si la memoria histórica sirve para recordar los campos de exterminio o las barbaries fascistas, debe servirnos también para aprender y recordar los errores de los demócratas. En este sentido, todos tenemos mucha tarea por delante.

El valor decisivo de la memoria colectiva se ha unido casi siempre en los debates españoles a las reivindicaciones de la izquierda. Se trata de una dinámica lógica porque durante muchos años la dictadura de Franco legitimó su poder en el olvido y en la manipulación de los hechos. Luchar contra el silencio suponía una hermandad imprescindible entre el conocimiento, las libertades y el homenaje a las víctimas.

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