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Las palabras saben mucho

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Cuando la Unión de Estados Norteamericanos fue apoderándose de territorios hispanos, convirtió en costumbre la consigna de celebrar entierros de libros en español. Se abrían fosas en los patios de las escuelas y se arrojaba en ellas las palabras impresas de un idioma con siglos de historia en aldeas, ciudades y regiones. Se identificaba un solo idioma, el inglés, con una identidad fundacional que se concebía a sí misma como una habitación cada vez más grande, pero también más cerrada.

Pese a que ya hay más de 50 millones de hablantes nativos de español en los EE.UU, el presidente Donald Trump no dudó en poner de nuevo en marcha la consigna de English onlyEnglish only para levantar un muro racista contra la inmigración hispana y su descendencia. Evitar que el español sea oficial en los Estados hispanos, avergonzar a los niños que hablan español en los colegios y convertir a nuestro idioma en una lengua de pobres (sin prestigio cultural, científico y tecnológico) fue un programa político de actuación. No se equivoca Trump al considerar los idiomas como un valor decisivo en la configuración de una identidad. Lo peligroso, y es uno de los peligros más acuciantes en el mundo de hoy, es apostar por una identidad cerrada, una cultura que considera la diversidad como amenaza y que vigila al otro como un ser que no merece respeto.

Por eso tiene tanto valor simbólico que el Consejo de Europa y la Unión Europea celebren todos los años el día de las lenguas. A este orgullo cívico se reserva el 26 de septiembre en nuestro calendario. Se reconoce así que, en un espacio habitado por 800 millones de personas, se hablan más de 200 lenguas. Aunque hay lenguas oficiales y regionales, mayoritarias o minoritarias, originales de las naciones europeas o propias de familias migrantes, no conviene hacer distingos éticos entre ellas. Si las lenguas tienen derechos es, antes que nada, porque tienen derechos las personas que las hablan. Las palabras saben mucho de derechos humanos.

Somos seres sociales, nacemos en una lengua compartida y en ella aprendemos a reconocernos como individuos. El respeto a las lenguas maternas supone la consideración de un vínculo entre el yo y la realidad en el que hemos aprendido a decir "tengo frío", "madre", "tápame", "¿qué me pasa?", "te quiero". Pensar que una Unión necesita homologar las palabras y borrar las lenguas maternas no sólo es una agresión a la riqueza cultural de la diversidad, sino un modo de construir sociedades basadas en la injusticia, el dogmatismo y la violencia.

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Incluir el respeto a las lenguas en el contrato social responde a un ejercicio democrático que condensa un alto valor simbólico para el presente y el futuro de la Unión Europea. Desde luego resulta necesario no perder la conciencia crítica, denunciar injusticias, exigir más, evitar tratos inhumanos en las fronteras y promover decisiones estatales de políticas y amparos que hagan de la Unión algo más que un juego de mercados. Pero si miramos al mundo, si vemos los que ocurre en EE.UU., China, Brasil, Rusia y otras partes del planeta, conviene no sólo que nos exijamos más, sino también que valoremos lo que hoy tenemos, lo que somos y lo que podemos ser.

El virus ha demostrado la fragilidad de unas sociedades que necesitan consolidar los espacios públicos para defenderse. Necesitamos devolverle a los Estados su autoridad cívica. Sentir nostalgia por las viejas naciones con sus fronteras cerradas es una invitación al naufragio en una dinámica que empuja a la internacionalización y a la búsqueda de soluciones ecológicas y humanas planetarias. La Unión Europea es una hoja de ruta con heridas, pero es la mejor ruta que existe en un panorama internacional que alienta el autoritarismo dictatorial o las degradaciones democráticas. El respeto y la convivencia entre las lenguas maternas supone un buen símbolo contra la barbarie.

En España hay significativos territorios bilingües en diverso grado. Ojalá sepamos apreciar la riqueza humana y cultural que esa realidad supone. Ojalá los territorios bilingües comprendan la suerte que tienen. Ojalá no pierdan nunca esa suerte por culpa de los fundamentalistas inclinados a enterrar idiomas en las fosas del olvido.

Cuando la Unión de Estados Norteamericanos fue apoderándose de territorios hispanos, convirtió en costumbre la consigna de celebrar entierros de libros en español. Se abrían fosas en los patios de las escuelas y se arrojaba en ellas las palabras impresas de un idioma con siglos de historia en aldeas, ciudades y regiones. Se identificaba un solo idioma, el inglés, con una identidad fundacional que se concebía a sí misma como una habitación cada vez más grande, pero también más cerrada.

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