Ser y representar

Una de las cosas que le debo a la poesía es el haber comprendido la dificultad de algo que parece sencillo: la verdad de un sentimiento propio necesita ser bien explicada para que sea compartida por los demás. La comunicación necesita que lo que tenemos en nuestra cabeza pueda relacionarse con las ideas, las realidades, las historias y los sobrentendidos de una comunidad. El poema no funciona como pretendíamos cuando la imagen que tenemos en nuestro interior no consigue encarnarse en el poema para llegar a los lectores. Se queda con nosotros, pero no sale a la página o a la calle. Esto pasa también con cualquier argumento, ya sea familiar, laboral o político.

En 1982 tuve la suerte de recibir una llamada telefónica en la que me comunicaron que acababan de concederme el Premio Adonáis de poesía por mi libro El jardín extranjero. La admiración que sentía por alguno de los miembros del jurado, como Claudio Rodríguez o Rafael Morales, el prestigio histórico del Premio, la colección y la posibilidad de dar a conocer mi poesía más allá de las fronteras de Granada, me llenaron de ilusión. El título del libro respondía a unos versos de Pier Paolo Pasolini en Las cenizas de Gramsci. La atmósfera de extranjería que rodeaba la tumba del gran intelectual de la izquierda italiana desbordaba los límites de un cementerio civil y se aliaba con el sentimiento de un poeta como Pasolini en medio de la sociedad italiana de los años 50. La lucha entre la luz y las sombras que había definido la oposición al fascismo de Mussolini era sustituida por las nuevas tensiones entre unos ideales políticos de justicia social y el consumismo devorador que se apoderaba de las costumbres. La modernización fue pervertida por el abandono a un desarrollismo capitalista sin escrúpulos.

Había muchas razones para meditar y admirar a Pasolini en la España de los primeros años 80. La superación de la dictadura, la necesidad de una nueva memoria histórica, la búsqueda de una transformación sentimental que rompiese con el machismo de la cultura franquista, se unían a las preocupaciones por un desarrollismo que ya identificaba el acercamiento a Europa con un triunfalismo capitalista sin compromisos para sostener una democracia social. Así que una apuesta cultural para el jardín extranjero de la poesía era indagar en un mundo no dominado ni por el autoritarismo dictatorial ni por la falsa libertad de un consumismo también autoritario.

Resulta más difícil de lo que parece tomar conciencia de la separación entre las ideas personales, las obsesiones propias y los espacios públicos

Escribí en mi libro sobre un colegio de posguerra, sobre las nuevas posibilidades del amor, sobre la memoria de Lorca y Alberti, y compuse una Sonata triste para la luna de Granada en la que paseaba por la ciudad junto a mi abuelo, recorriendo calles que pasaban por las ilusiones republicanas, la guerra, la dictadura y la marea de la democracia recién inaugurada. Mi abuelo Adolfo era músico, profesor en el conservatorio y concertista de piano, y yo estaba acostumbrado a despertar en su casa de la calle Lepanto bajo las notas de Chopin o de Falla.

Una de las historiadoras de la literatura que más admiraba, Aurora de Albornoz, estudiosa de Machado, Juan Ramón y José Hierro, escribió una reseña de El jardín extranjero en El País. ¡Felicidad! La alegría de los elogios quedó empañada al leer en su reseña que el joven poeta paseaba de la mano de Federico García Lorca por las calles de Granada en la Sonata triste. ¡Pero si es mi abuelo! ¡Aurora de Albornoz se ha equivocado! Tardé muy poco en comprender que el equivocado era yo. Tenía que haber definido en el poema la presencia de mi abuelo, porque dos y dos son cuatro incluso en las sugerencias más poéticas. Hablar en un poema de Granada, la República, un piano y una guerra era caminar junto a García Lorca. Fue Lorca, pese a quien yo convocara en mi cabeza, quien habitó el poema cuando las palabras se independizaron de mí para buscar a un lector que las habitase.

Parece una lección sencilla, pero resulta más difícil de lo que parece tomar conciencia de esa separación entre las ideas personales, las obsesiones propias y los espacios públicos. Hay muchos ejemplos de fanatismo y de ridículo que obedecen a esta confusión. A veces nos convertimos en los peores enemigos de nuestras causas y de nosotros mismos por no tener en cuenta las dimensiones y las consecuencias de una representación.

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