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En un primer momento, había pensado escribir este artículo con el título Todos de pie para contestar al grito de Todos al suelo que un teniente coronel golpista lanzó en el parlamento hace ahora 40 años. Pero "Todos de pie" tiene significados que pueden escaparse de las manos. Sin duda trae el recuerdo de la hermosa frase que Dolores Ibárruri pronunció en 1936 ante otro golpe de Estado: "Más vale vivir de pie que morir de rodillas". Y no, no estamos en una urgencia golpista, ni me gusta extremar las dificultades para confundir los problemas de hoy con una situación bélica. Tampoco me gusta el ponerse de pie obligatorio. Se da en algunos ritos cuando entra la autoridad en la sala.
Por eso opto por el todos y todas sentados. Es una invitación colectiva a sentarse con un café para hablar, o a estudiar y pensar la situación de la democracia en el mundo. Este 23F, tan lejos en mi vida de aquel 23F de Tejero –un recuerdo del joven estudiante que acababa la carrera y empezaba a dar clase en 1981–, está muy cerca del asalto al Capitolio por las masas vestidas de búfalo y arengadas desde los micrófonos presidenciales de Washington. La irresponsabilidad del poder es mucho más grave que el vandalismo de una mente radicalizada en la calle. Merece la pena pensar la democracia con profundidad, más allá de la necesaria revisión del Código Penal que castiga con cárcel los posibles excesos de la libertad de expresión.
Vivimos una situación mundial de degradaciones democráticas que provocan o sostienen dictaduras, identidades fundadas en el miedo y el odio, descrédito de las instituciones políticas y discursos de extrema derecha tejidos con las mentiras que agitan los peores instintos. Europa, y España dentro de Europa, tienen que comprender la importancia de su papel como punto de referencia democrático. Sustituir los viejos sueños colonialistas por ejemplaridades democráticas de repercusión internacional parece la mejor manera de favorecer un camino de justicia social en la globalización. Para conseguirlo hay que sentarse a hablar y a estudiar.
Propongo, por ejemplo, la lectura de Decir no. El imperativo de la desobediencia (Tirant lo Blanch, 2020) del profesor Javier de Lucas. Las reflexiones que plantea y los numerosos estudios que cita ayudan a repensar el tiempo que vivimos. Si, como señaló Eric Fromm, la obediencia ciega es un grave peligro para las democracias, el sentido de desvinculación y desamparo provoca una desobediencia irracional que siempre acaba por favorecer reacciones totalitarias. Hoy sabemos bien quién financiaba las agitaciones contra los liberales españoles de 1823, o los altercados sociales en la República de 1931, o las huelgas feroces en el Chile de Allende. Así se avanza con facilidad hacia el pasado, y no precisamente a los buenos principios de un pasado decente.
El mayor problema que soportan hoy los vínculos cívicos necesarios para la convivencia es una globalización en manos de la cultura neoliberal que ha borrado la autoridad social de los Estados y ha mercantilizado la democracia, en un proceso en el que la economía productiva se sustituye por la especulación financiera. El empobrecimiento de las mayorías y la pérdida de amparo social se ve obligado a convivir con los movimientos migratorios de la realidad globalizada y con la multiculturalidad. No es extraño que la llegada del otro se vea como una amenaza y las ayudas a la inclusión como un atentado grave contra la identidad nacional establecida. Si los procesos de reconocimiento se hacen en nombre del derecho a la diferencia, en vez de en nombre de la igualdad, suele ocurrir que el pensamiento menos inclusivo confunde igualdad con homologación para imponer proclamas obsesivas y unidimensionales.
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La democracia está afectada en un extremo por las avaricias mercantilizadas y, en otro, por los discursos de fragmentación y enfrentamiento identitario. Los narcisismos de algunas minorías o de mayorías supuestamente amenazadas se encierran en sus propias identidades y defienden a cualquier precio su protagonismo, no sus derechos, en nombre del dolor sufrido. La discusión es difícil dentro del narcisismo general de una cultura consumista que nos invita a confundir deseos con derechos. Una sociedad líquida cambia las realidades de carne y hueso por fluidos virtuales. Las dinámicas políticas pierden entonces la visión de la sociedad, las necesidades de edificación, para encerrarse en particularismos que representan una amenaza al quebrar los equilibrios entre la igualdad y la pluralidad o entre la libertad y la convivencia.
En esta situación merece la pena darle importancia renovada al valor de la fraternidad. Así podremos permitirnos defender la igualdad junto al reconocimiento de la pluralidad y asumir las responsabilidades de la libertad, no como un predominio de la ley del más fuerte, sino como un acuerdo social que respete las conciencias individuales y los derechos humanos. ¿Cómo lograrlo?
Pues no lo sé bien, pero conviene que todos y todas nos sentemos a hablar porque los retos son difíciles y son frecuentes los naufragios en el mar y en los oleajes del odio.
En un primer momento, había pensado escribir este artículo con el título Todos de pie para contestar al grito de Todos al suelo que un teniente coronel golpista lanzó en el parlamento hace ahora 40 años. Pero "Todos de pie" tiene significados que pueden escaparse de las manos. Sin duda trae el recuerdo de la hermosa frase que Dolores Ibárruri pronunció en 1936 ante otro golpe de Estado: "Más vale vivir de pie que morir de rodillas". Y no, no estamos en una urgencia golpista, ni me gusta extremar las dificultades para confundir los problemas de hoy con una situación bélica. Tampoco me gusta el ponerse de pie obligatorio. Se da en algunos ritos cuando entra la autoridad en la sala.
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