Hace unas semanas tuve el gusto de oír al teólogo Benjamín Forcano. Coincidí con él en un acto político en el que se intentaba debatir sobre las alternativas ideológicas de la izquierda. Forcano nos regañó a todos los que habíamos intervenido antes por no haber aludido a la energía revolucionaria de la fe religiosa. Confieso que me irritó su intervención y que me pregunté a mí mismo durante unos días el motivo de esa irritación. Respeto a Benjamín Forcano, coincido con él en muchas de sus batallas; así que merecía la pena preguntarme el motivo de mi incomodidad cuando situó la religión en medio del debate político.
Admiro a muchos cristianos y coincido con ellos cuando protagonizan movimientos de solidaridad con los inmigrantes, los refugiados, los niños sin escolarización y sin juguetes… Pero sé que lo que me une a ellos no es Dios, sino la suerte de los inmigrantes, los refugiados y los niños sin escolarización y sin juguetes. Coincido con ellos por su amor, no por su Dios, que me irrita sin que yo pueda remediarlo.
¿Por qué no puedo remediarlo? Pues supongo que algo importa el hecho de haber crecido y de vivir en España. La religión católica y sus comportamientos clericales han sido la ideología más dañina contra todo esfuerzo de igualdad, progreso, cultura y libertad en la España moderna y contemporánea. Desde el siglo XVII hasta el XXI no ha habido propaganda machista, golpista, terrorista, integrista y reaccionaria que no tuviera por detrás a un cura y a la Santa Madre Iglesia. La quema de libros, la inquisición, Franco bajo palio y los sermones de los arzobispos pidiendo la humillación de la mujer y el desprecio a los homosexuales, siguen estando a la orden del día. Como me dice un sacerdote amigo, si Dios existe, no tiene nada que ver con la Conferencia Episcopal. Ni siquiera con la Iglesia.
Y otra cosa. Asumir que he crecido en España significa algo más que un rencor atávico contra la Iglesia que metió en la cárcel a los ilustrados y bendijo el fusilamiento de los republicanos. Significa también asumir que vivo en un país europeo, perteneciente de lleno al capitalismo avanzado y con pocas cosas en común, para bien y para mal, con el mundo subdesarrollado. España no es Centroamérica, para mal y para bien, y aquí la teología de la liberación puede ser un camino personal hacia la solidaridad, pero no tiene sentido en la centralidad del discurso político. La religión es un arma de control de las clases dominantes, igual que la monarquía. La clase media progresista y la clase trabajadora viven en su mayoría al margen de la voluntad religiosa. Querer unir la recuperación de los valores públicos con la fe divina es hacerle poco daño a la desacralizada mentalidad de nuestra sociedad de consumo y prestarle, además, una ayuda indirecta a las sotanas de siempre, que no terminan de aceptar el ámbito de la conciencia privada como su espacio más indicado.
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Confieso también que estas preocupaciones van más allá de la religión católica. A lo largo de mi vida he visto a muchos ateos declarados practicar un sentido muy religioso de la política. Acaban convirtiéndose en el mejor aliado del poder. El diablo es un personaje tan religioso como Dios. La Iglesia sabe utilizarlo para dar miedo y mantener a sus fieles bajo control. Quien de verdad vive al margen de la religión se siente tan lejos de Dios como del Diablo.
En nuestra historia, los rojos españoles sólo hemos podido conseguir algo cuando la clase media progresista se ha encontrado con la clase obrera a la hora de organizar el Estado. La conciencia democrática, el deseo de regeneración y transparencia de las instituciones, se une de ese modo al deseo de igualdad y justicia social. A los poderes dominantes les interesa romper ese pacto para evitar una situación real de cambio. Prefieren otras alternativas: o que la clase media confunda su idea de democracia con el capitalismo, o que la clase obrera conduzca su indignación hacia formas totalitarias como las que ahora representan Donald Trump o Marine Le Pen.
España necesita un gobierno alternativo al PP. Hay que configurar un espacio social que acabe con la herencia franquista y con el capitalismo desalmado de unas élites sin pudor. En el deseo de esa configuración sería conveniente evitar un sentido clerical de la política, aunque haya muchos cristianos a nuestro lado. Y comprender que, para bien y para mal, estamos en Europa, no en Latinoamérica.
Hace unas semanas tuve el gusto de oír al teólogo Benjamín Forcano. Coincidí con él en un acto político en el que se intentaba debatir sobre las alternativas ideológicas de la izquierda. Forcano nos regañó a todos los que habíamos intervenido antes por no haber aludido a la energía revolucionaria de la fe religiosa. Confieso que me irritó su intervención y que me pregunté a mí mismo durante unos días el motivo de esa irritación. Respeto a Benjamín Forcano, coincido con él en muchas de sus batallas; así que merecía la pena preguntarme el motivo de mi incomodidad cuando situó la religión en medio del debate político.