Esta semana se cumplen 10 años de la muerte de Gabriel García Márquez. El tiempo, desde luego, no va a hacer mudanza en su costumbre y seguirá pasando sobre nuestras vidas de manera obstinada. Pero también es verdad que los lectores tenemos una resistencia pertinaz a la hora de guardar en nosotros los libros que nos han marcado. Sigue vivo en mí el adolescente granadino que en casa de su abuela leyó Cien años de soledad. Sigue conmigo el lector que caminó por la hojarasca, vivió un naufragio, sintió el amor en los tiempos del cólera y conoció la soledad de un coronel o el otoño de un patriarca. La literatura nos hace sentir vivos el amor y los otros demonios del pasado.
Acabo de leerme la novela póstuma de García Márquez, En agosto nos vemos (Random House, 2024). Sus hijos y sus editores han contado que Gabo, ya enfermo, tuvo miedo al escribirla. Los fallos en la memoria le podían afectar a la hora de definir la evolución de los personajes y del argumento. Pero el miedo no le impedía indagar en las palabras, volver a una frase, calcular todo lo que vive en un verbo o un adjetivo.
A mí me ha encantado En agosto nos vemos. Quizá tienen razón los que dicen que no es comparable a sus grandes obras, pero eso ocurre con la mayoría de las novelas que se publican en el mundo. Admirar a García Márquez, o a Vargas Llosa, o a Ana María Matute, no puede convertirse en una invitación al silencio. Por el contrario, es un compromiso con el deseo de mantener vivo el largo caminar de la literatura. Y Nos vemos en agosto es buena literatura. En mí está ya la historia de la mujer que viajaba todos los años a una isla en busca de sí misma, más allá de la disciplina doméstica del amor, y acabó por encontrarse con la historia de su madre. No llegamos a conocer del todo a los demás porque desconocemos mucho de nosotros mismos. De ahí la utilidad de la literatura y sus preguntas. Conviene ser discretos, pero no tanto.
No llegamos a conocer del todo a los demás porque desconocemos mucho de nosotros mismos. De ahí la utilidad de la literatura y sus preguntas
Una de las llamadas telefónicas más alegres de mi vida sonó en casa un 7 de mayo de 2005. De pronto Joaquín Sabina me dijo que estaba en Madrid García Márquez, que lo había llamado para quedar y él le había dicho que esa noche no podía porque era el cumpleaños de Almudena Grandes. El maestro le contestó: “Si me invitan, me uno a la fiesta”.
Fue el mejor regalo de cumpleaños, porque Almudena y yo estábamos invitados desde hacía mucho tiempo a la fiesta de su literatura. Conservo en mi biblioteca el ejemplar de Memoria de mis putas tristes que nos dedicó. Pero la anécdota de la noche fue el exceso de discreción con el que nos comportamos los amigos cuando Gabriel y Mercedes llegaron a casa. Qué honor, esta es su casa, una copa de vino, un poco de carne, un trozo de tarta, un whisky, unas palabras de tertulia sobre el bien y el mal, sobre los viajes, la política y el curso del mundo…
Joaquín nos había pedido que fuésemos discretos con el invitado, que no lo atosigáramos. Y fuimos tan obedientes que, a pesar de la admiración, ejercimos la hospitalidad con una timidez excesiva. A los dos días, nos llamó desde Barcelona la editora Beatriz de Moura para decirnos: “Acabo de estar con Gabo, me ha contado que estuvo en vuestra casa y que es la primera vez en 40 años que nadie le hace ni puto caso”.
Buen sentido del humor, del que también pude disfrutar después en algunos encuentros en México y en su casa de Cartagena de Indias. Lo recuerdo ahora, a los diez años de su muerte, cuando abro En agosto nos vemos: “Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las 3 de la tarde”. Y sigo con la lectura, con el rodar de los días, con él y conmigo mismo. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo….
Esta semana se cumplen 10 años de la muerte de Gabriel García Márquez. El tiempo, desde luego, no va a hacer mudanza en su costumbre y seguirá pasando sobre nuestras vidas de manera obstinada. Pero también es verdad que los lectores tenemos una resistencia pertinaz a la hora de guardar en nosotros los libros que nos han marcado. Sigue vivo en mí el adolescente granadino que en casa de su abuela leyó Cien años de soledad. Sigue conmigo el lector que caminó por la hojarasca, vivió un naufragio, sintió el amor en los tiempos del cólera y conoció la soledad de un coronel o el otoño de un patriarca. La literatura nos hace sentir vivos el amor y los otros demonios del pasado.