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Vida de barrio

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Vuelvo a veces a los recuerdos de mi infancia. Ente ellos, reaparece una tarde de invierno en la que el río Genil se desbordó, una tarde en la que también llegó a casa la primera televisión comprada por mis padres. Aunque era todavía un mundo en blanco y negro, el mundo de la televisión y del agua fangosa, identifico aquel recuerdo con un extraño golpe de velocidad sobre las perpetuidades. Un río de poco cauce se desbordaba y un extraño aparato nos traía imágenes que iban más allá del barrio o del camino del colegio. Suponía una ocasión extraña, porque en mi infancia todo parecía estar en su sitio y para siempre.

Antes de que yo cumpliera los dos años, mis padres se mudaron desde el centro de Granada al barrio del Paseo de la Bomba, junto a las alamedas del río Genil, la gran cruz del monumento a los Caídos por España y el inicio de la carretera de la sierra, fijado por el trasiego de una estación de tranvías. La gente de los pueblos subía y bajaba a sus asuntos desde las maderas lentas del tranvía. Como niño crecí en la calle, igual que los perros callejeros a los que le construíamos casetas y alimentábamos con platos de leche y restos de la comida familiar. Granada se estaba haciendo a sí misma en esa parte de la ciudad, las costumbres del barrio eran parecidas a las de cualquier aldea de los años sesenta, unas casas asaltadas por el campo. A la hora de entender los cambios generacionales, resulta obligado hoy pensar en las transformaciones provocadas por la acelerada realidad digital. Yo de forma instintiva pienso además en las diferencias entre unos niños criados en la calle y sin televisión, con un sentido de la vecindad muy fuerte, y los niños que, poco después, se criaron en sus casas delante de una pantalla y unos dibujos animados. También pienso en la diferencia de una época en la que todos veíamos el mismo programa y otra fragmentada por las diferentes cadenas.

Al preguntarme por mi manera de valorar las cosas, para bien o para mal, acabo por asumir que mi infancia, definida por el subdesarrollo del sur de España, todavía llueve sobre mis ilusiones, mis miedos y mi modo de relacionarme con la gente

Sí, cada tiempo y cada persona responde a diversas cadenas. En mi infancia, disfruté las cadenas de una Andalucía aún subdesarrollada en la que hacíamos cabañas con los troncos de los álamos, el tranvía era un animal doméstico y los coches unos gatos de presencia poco avasalladora. Llegué a conocer el tiempo en el que todavía no temblaban los motores del desarrollo. Fue don Alfonso quien aparcó por primera vez un coche en la calle Transversal de la Bomba, nuestro campo cotidiano de fútbol. Cada vez que le dábamos un balonazo, nos gritaba desde el balcón que no le jodiésemos la marrana, por lo que aquel coche fue bautizado con ese nombre, la marrana. Todo tenía nombre propio, todo estaba al alcance de la mano: los derribos, los árboles, las piedras, los grillos, los comercios, los balcones, las escaleras, las puertas, el comedor y las personas mayores. El mundo mío era el mundo de doña Concha, don Cipriano, doña Enriqueta, doña Lola, don Mateo, don Leopoldo, don Alfonso, doña Valentina, doña Joaquina, don Eduardo, doña Carmen… ese mundo hecho y una bandada de niños que siempre estábamos en la calle para inventar diabluras y excusas, mientras se decidía quién jugaba de delantero y a quién le tocaba quedarse en la portería.

Al preguntarme por mi manera de valorar las cosas, para bien o para mal, acabo por asumir que mi infancia, definida por el subdesarrollo del sur de España, todavía llueve sobre mis ilusiones, mis miedos y mi modo de relacionarme con la gente. Soy una persona de barrio cuando me llaman, me preguntan, me felicitan o me critican.

El mundo que nos ha hecho se deshace antes que nosotros. Han desaparecido las tiendas, el taller, el bar, la farmacia y los descampados de aquel tiempo, como todas las personas mayores de mi barrio. Pero la infancia feliz sigue ahí, una infancia en la que el futuro no tenía valor, aunque quedaran muchos años por delante, porque todo parecía estar en su sitio. Ahora, sin embargo, cuando mi tiempo empieza a entenderse con el otoño mejor que con la primavera, el futuro es lo que más me compromete con la vida, aunque no sea el futuro de mis años. Porque he aprendido que no todas las cosas están en su sitio y que la palabra siempre se llena con facilidad de grietas. Cada vez resulta más difícil oír el canto de los grillos en un barrio.

Los recuerdos de mi infancia me devuelven a un mundo en el que había que esforzarse para no envejecer antes de tiempo. Eso me ayuda a no caer en las trampas del mundo nuevo, un festival de pantallas y carreteras de circunvalación empeñado en que cada vez seamos más infantiles, más niños. La vida juega al escondite porque el tiempo es una paradoja. Pero me gusta repetir una frase de Albert Camus que suele citar Juan Cruz: “el sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”. Un sol de barrio.

Vuelvo a veces a los recuerdos de mi infancia. Ente ellos, reaparece una tarde de invierno en la que el río Genil se desbordó, una tarde en la que también llegó a casa la primera televisión comprada por mis padres. Aunque era todavía un mundo en blanco y negro, el mundo de la televisión y del agua fangosa, identifico aquel recuerdo con un extraño golpe de velocidad sobre las perpetuidades. Un río de poco cauce se desbordaba y un extraño aparato nos traía imágenes que iban más allá del barrio o del camino del colegio. Suponía una ocasión extraña, porque en mi infancia todo parecía estar en su sitio y para siempre.

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