El presidente Recep Tayyip Erdogan afirma que cuando el próximo 16 de abril gane el referéndum “Turquía será un país diferente”. Desgraciadamente, ese es el problema. El miedo, la represión y la inestabilidad están conduciendo a muchos turcos a apoyar un cambio constitucional que no solo concede poderes ejecutivos al jefe del Estado, sino que le permite también gobernar por decreto, disolver el Parlamento y elegir a un tercio del máximo órgano judicial. Será el asesinato político de Mustafá Kemal, Atatürk, el fundador en 1923 de la Turquía moderna, y la resurrección del antiguo sultán otomano.
La inmensa mayoría de los turcos estaban orgullosos de los enormes avances económicos, políticos y sociales experimentados por el país desde principios de este siglo. En buena parte los impulsó el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), que fundó Erdogan en 2001 y que gobierna con mayoría absoluta desde las elecciones de 2002.
No solo los turcos estaban orgullosos. En 2011, recuerdo a miles de egipcios en la plaza Tahrir de El Cairo gritando que querían democracia. Su ejemplo era Turquía; su héroe, Erdogan, ahora convertido en villano por la purga desatada tras la intentona golpista del pasado julio. Cerca de 130.000 militares, profesores, médicos y otros funcionaros han sido destituidos, incluidos 330 académicos. Hay 50.000 detenidos, de los que 32.000 están en prisión preventiva, y 140 periodistas encarcelados, la mayoría por supuestos delitos de terrorismo.
La idílica primavera árabe se había tragado hacía tiempo los sueños de millones de personas de Oriente Próximo ante una Europa inerte que comenzaba a hundirse en el gélido invierno que hoy la atenaza.
El líder musulmán que consiguió que la Comisión Europea aconsejase al Consejo en 2004 que entablara negociaciones para el ingreso de Turquía en la UE acusa ahora a Europa de ser el continente “racista, fascista y cruel” de antes de la Segunda Guerra Mundial. Bruselas, mientras tanto, se tapa la nariz para mantener con Ankara el acuerdo con que tapa sus vergüenzas. Por 3.000 millones de euros, Turquía impide el flujo y atiende a los 2,9 millones de refugiados sirios y a los cientos de miles de iraquíes y afganos que han entrado en su territorio con el objetivo de llegar a la insolidaria Europa, capaz de romperse antes que acoger a quienes buscan un futuro mejor.
Erdogan perdió el norte en agosto de 2014 cuando, después de 11 años como primer ministro, optó a la presidencia, lo que le forzó a dejar al liderazgo del AKP. Fue una renuncia teórica. Desde las bambalinas manejó y manipuló cuanto quiso al partido gobernante. Su obsesión ya no era el proceso de reforma y modernización del país, sino la restauración del sultanato. La guerra en la vecina Siria, que había estallado tres años antes, dio ínfulas a su creciente autoritarismo.
La reforma de la Constitución de 1982, escrita bajo la bota de los militares golpistas, fue impulsada por Erdogan. Si gana el referéndum, se creará en 2019 un régimen que dotará al presidente de poderes casi absolutos. A partir de entonces, el líder podrá permanecer en el poder un máximo de 10 años, suponiendo que haya alguna forma de supeditarle a la ley cuando llegue el momento.
Si los rusos ya cuentan con que Vladímir Putin muera de viejo en su cama del Kremlin, muchos turcos temen que tampoco habrá forma de sacar vivo a Erdogan del palacio que mandó construir en Ankara en una finca de 200.000 metros cuadrados donada por Atatürk al Estado. El edificio de 40.000 metros cuadrados distribuidos en mil habitaciones, inaugurado en octubre de 2014, cuenta con las últimas medidas de seguridad contra ciberataques, guerra química y nuclear. Con búnkeres, túneles y una sala de operaciones subterránea.
La deriva dictatorial se ha agravado considerablemente en estos dos últimos años. Las elecciones de junio de 2015 se celebraron bajo la sombra del referéndum. Aunque es inconstitucional, el jefe del Estado se volcó en ayudar al AKP para que ese partido obtuviese los 330 diputados –de 550 de la Cámara—que necesitaba para adaptar la Carta Magna a sus intereses. No lo consiguió. El AKP perdió 53 diputados y la mayoría absoluta que había disfrutado durante 13 años.
Muchos turcos quisieron detenerle votando al izquierdista prokurdo Partido Democrático de los Pueblos (HDP). Su propósito era que superase el tope del 10% de los sufragios que exige la ley para entrar en el Parlamento y forzase la formación de un gobierno de coalición. El HDP se alzó con un histórico 12,9% y 80 escaños. Lo respaldaron además gran parte de la comunidad kurda, que supone el 12% de los casi 80 millones de habitantes del país, izquierdistas turcos opuestos a todo lo que huela a sultanato.
Todo apunta a que Erdogan se temía lo peor. Días antes de las elecciones aceptó la insistente demanda de EEUU de unir fuerzas para combatir al autoproclamado Estado Islámico y permitir que el Pentágono utilizase la base aérea de Inçirlik para sus incursiones en Siria. El presidente turco se preparaba para bombardear a las guerrillas kurdas y romper el alto el fuego alcanzado dos años atrás.
Rota la tregua, las calles de Estambul, Ankara y otras ciudades se tiñeron de sangre por salvajes atentados. La inestabilidad se hizo presente en los 45 días que, según la ley electoral, tienen los partidos para formar Gobierno. No hubo acuerdo y se convocaron elecciones anticipadas para noviembre de 2015. Estas sí las ganó el AKP, pero a falta de 13 votos para los tres quintos de la Cámara necesarios para llevar la reforma constitucional a referéndum.
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El ambiente se fue enrareciendo hasta desembocar en julio de 2016 en la asonada que supuestamente dirigió Gülem, el clérigo autoexiliado en Estados Unidos desde 1999 y aliado de Erdogan hasta 2013, al que el primer ministro le culpó de promover las acusaciones de corrupción que afectaron a su Ejecutivo.
“Hoy el Parlamento se ha traicionado a sí mismo”, declaró el pasado enero el jefe del partido socialdemócrata CHP, Kemal Kiliçdaroglu, cuando tras varias sesiones en las que hubo hasta agresiones físicas, el Gobierno consiguió captar a varios diputados del ultranacionalista MHP para su polémica refundación de Turquía.
Con la oposición castrada, la disidencia reprimida, los medios de comunicación críticos amordazados, Erdogan lo tiene todo a su favor para ganar el referéndum y convertirse en sultán. Y será nuestro sultán porque la débil Europa no puede permitirse prescindir de un aliado tan importante en cuestiones fundamentales como el sostén de los refugiados, el apoyo a un islamismo moderado y la lucha contra el ISIS.
El presidente Recep Tayyip Erdogan afirma que cuando el próximo 16 de abril gane el referéndum “Turquía será un país diferente”. Desgraciadamente, ese es el problema. El miedo, la represión y la inestabilidad están conduciendo a muchos turcos a apoyar un cambio constitucional que no solo concede poderes ejecutivos al jefe del Estado, sino que le permite también gobernar por decreto, disolver el Parlamento y elegir a un tercio del máximo órgano judicial. Será el asesinato político de Mustafá Kemal, Atatürk, el fundador en 1923 de la Turquía moderna, y la resurrección del antiguo sultán otomano.