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Cuando fuimos conscientes de que nos estaba tocando vivir una pandemia y buscamos respuestas desesperadas, volvimos la mirada hacia dos lados: hacia la ciencia y hacia al Estado. No sabría decir en qué orden. Si a la primera la pedíamos respuestas que no tenía, a la segunda le reclamamos decisiones que nos hicieran sentir bajo su protección.
En el último artículo de esta pequeña serie me centraba en intentar entender el papel de la ciencia en todo esto y las dificultades que la sociedad y la política española tienen para gestionarla, así que hoy pongo el foco en el otro gran ganador de la pandemia, el Estado, es decir, lo público… No confundir con la política, que eso ya para otro día.
Como recuerda Lamo de Espinosa en El mundo tras la tormenta: como un caracol dentro de su concha, del Real Instituto Elcano, los Estados han ganado peso “justo cuando, como consecuencia de la globalización, estaban perdiendo relevancia. Hace bien poco creíamos (con Thomas Friedman y su flat world) que el mundo era plano y las fronteras (políticas o físicas) habían desaparecido. Pues bien, de pronto, ni siquiera el área Schengen ha aguantado el levantamiento de los viejos muros fronterizos, y la sociedad global se ha plegado sobre sus Estados, de nuevo como un caracol dentro de su concha.”
A esto han contribuido diferentes factores que han convergido en la misma dirección. El proceso de desglobalización que estaba en marcha antes de la pandemia ha coincidido con el descubierto de las enormes carencias del multilateralismo. NI la OMS, ni el sistema de Naciones Unidas en su conjunto han podido aportar valor agregado a la gestión de la pandemia.
Por otro lado, la enorme cantidad de recursos necesaria para gestionar la pandemia, tanto en dinero como en talento, sólo podía ser movilizada por los Estados. No solos, sino en alianzas con la ciencia y el sector privado, pero con un liderazgo que ha hecho posible que, en tiempo récord, tengamos varias vacunas preparadas.
Tampoco, sin el papel determinante de lo público, se habrían podido proteger – sé que no es suficiente, pero basta con ver lo que ha pasado en sectores con menor peso de lo público -, a los sectores más vulnerables de la población. (Recuérdese, a efectos españoles, que al nombrar al Estado se hace referencia al conjunto de niveles políticos que lo componen. Es decir, que los gobiernos autonómicos, los otros protagonistas en la gestión de la pandemia, son también Estado).
En definitiva, aquella máxima de finales de los 90 y principios del siglo XXI que decía que el Estado era demasiado pequeño para los grandes retos, y demasiado grande para los pequeños, hay que volver a contrastarla con la realidad.
Dicho lo cual, hay que advertir que el hecho de que lo público haya recuperado protagonismo no significa lo mismo en todos los países del mundo. Según el informe Democracy under lockdown de Freedom House, “La pandemia de covid-19 ha provocado una crisis para la democracia alrededor del mundo. Desde que el brote de coronavirus comenzó, la condición de la democracia y los derechos humanos ha empeorado en 80 países. Los gobiernos han respondido participando en abusos de poder, silenciando a sus críticos, y debilitando o cerrando instituciones importantes, a menudo socavando los propios sistemas de responsabilidad necesarios para proteger la salud pública”.
Ver másLa España pandémica (V): La política de la distancia
Volviendo a Lamo de Espinosa, se puede concluir que “después de lo que fue la exitosa tercera ola de democratización mundial posterior a la caída de la URSS, entramos en más de una década de deterioro de la cantidad y la calidad de la democracia en el mundo; pues bien, la pandemia no augura una inflexión sino una aceleración en esta tendencia negativa. Es la primera de las variadas tendencias preexistentes que la pandemia ha venido a acelerar”. El informe de IDEA para América Latina apunta en la misma dirección.
Urge revertir esta tendencia. Como es conocido, en España, durante la pandemia, ha incrementado la desconfianza y la crítica hacia una política cada vez más crispada y polarizada, ha crecido el discurso del odio que capitaliza la extrema derecha, se han utilizado instrumentos que, aunque legales, estaban previstos para situaciones excepcionales sin haberse actualizado de forma que permitan gobernar con eficiencia pero sin merma de garantías democráticas, etc. Aquí unos cuantos datos de interés.
El Estado, tras décadas perdiendo terreno, revive como un actor político de primer orden. Ahora bien, un Estado fuerte puede ser una garantía para la democracia o el mayor de sus peligros. Para garantizar que se opta por la primera vía, además de revisar los mecanismos descritos, y habiendo sacado lecciones de qué ha funcionado bien y qué no lo ha hecho, conviene repensar el rol de un Estado que necesita emprender, como apuntó Mariana Mazzucato hace ya unos años, y que ganará legitimidad y confianza ciudadana en la medida en que sea capaz de entender que su liderazgo se basa en la capacidad de potenciar las alianzas y sinergias entre los distintos actores que tienen algo que decir en la construcción del espacio público. Ese espacio que, de una u otra forma, construimos entre todos.
Cuando fuimos conscientes de que nos estaba tocando vivir una pandemia y buscamos respuestas desesperadas, volvimos la mirada hacia dos lados: hacia la ciencia y hacia al Estado. No sabría decir en qué orden. Si a la primera la pedíamos respuestas que no tenía, a la segunda le reclamamos decisiones que nos hicieran sentir bajo su protección.
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