Felicidades, majestad

Solemne aniversario, fiesta mayor. Se cumplen diez añitos de la gloriosa jornada en que don Felipe heredó España. ¡Viva mi dueño! Los poderes públicos vociferan desde sus poltronas el divertido estribillo: «todos somos contingentes, pero tú eres necesario».

Para recompensar al soberano por esta década de esfuerzos (¿dónde se ha visto que un país sobreviva sin un rey que le chupe del bote?), los mandamases de la hacienda pública han mandado rebuscar entre los cojines del sofá y los abrigos viejos. Terminadas las pesquisas, mandaron a un propio a Zarzuela con los eurillos en el monedero: «mire, majestad, no sabíamos qué comprarle… es que usted tiene de todo». Pero los palafreneros de palacio se conocen al dedillo los gustos de la familia Borbón Grecia Ortiz. «Traigan militares», dijo el chambelán, «que en esta casa gusta mucho una escopeta». Total, que el miércoles, en el horrendo patio de armas del Palacio de Oriente, de frente a la espantosa fachada de la Almudena, la tropa más cafetera de la Benemérita y los ejércitos se turnó para ofrecer al rey nuestro señor un espectáculo muy contemporáneo: sable para arriba, fusil para abajo y salvas de fogueo. Como guinda, los humitos de la patrulla águila. En el balcón central, el feliz matrimonio con las chiquillas. «Mira, Simba, toda la tierra que baña la luz es nuestro reino». La infanta, de tanto en tanto, mira el toisón que su hermana luce en la pechera. La meritocracia, a veces, la decide la rapidez de un gameto.

Haciendo de comparsa, media docena de aficionados aplaudían desde la grada. Como van teniendo una edad (y el toldo se lo quedan las autoridades), el departamento de protocolo y prevención de riesgos laborales les obsequió con un sombrerito rojigualdo que parecía gritar «soy el rey de la barbacoa». Para disimular la indiferencia general del populacho ante tan magna efeméride, los mandamases de la Villa y Corte engalanaron el transporte público con la enseña nacional. «Banderitas, banderitas, que es lo que les jode». Inexplicablemente, la astuta maniobra no fue correspondida con ninguna merced real: ni hacen marqués a don Rafael ni de derechas ni de izquierdas Nadal, ni invitan a Feijóo al almuerzo en palacio. Con lo que gusta un besamanos en Génova, rediós. El gabinete de prensa del pe pé tuvo que emitir un comunicado lastimero: «qué buen vasallo sería, si hubiese buen señor».

Para disimular la indiferencia general del populacho ante tan magna efeméride, los mandamases de la Villa y Corte engalanaron el transporte público con la enseña nacional. «Banderitas, banderitas, que es lo que les jode»

¡Shhh! ¡Silencio! ¡Va a hablar el rey! «Me he ceñido y me ceñiré siempre a la Constitución y sus valores». Estallidos de júbilo, titular en letras gordas. Una nación agradece, enfervorecida, que el jefe del Estado no cometa alta traición. También les digo: yo cumplo con la Constitución y no llego a fin de mes; imaginen con qué gusto me tatuaría los ciento sesenta y nueve artículos en el esternón si me ofrecieran, como propina, una vida tan regalada. En letra gótica, si hace falta. Para gozo de los asistentes, una banda militar tocó unos pasodobles. Filarmónica de Viena, chúpate esa.

Siguiendo la festichola, la familia real convidó a «diecinueve ciudadanos anónimos» a rancho. La expresión tiene su gracia, uno se imagina un real decreto de damnatio memoriae. «MariPuri, te van a dar guisantes al vapor a la verita de Letizia, pero te vas a quedar sin nombre». Para colmo de desgracias, la jornada terminó con una rondalla ejecutada por Ara Malikian, el violinista favorito de los sordos. «Capriccio de corazón para L&F 10», estreno absoluto. Felipe V, el primer Borbón que se nos sentó en el trono, se trajo a Farinelli a la corte de Madrid. Qué manera de decaer, carajo.

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