El derecho penal, como instrumento jurídico imprescindible para mantener la paz y la convivencia social, se rige por unos principios que todos los que lo manejan: acusadores, acusados, jueces y tribunales tienen la obligación de conocer y respetar. Un principio básico es el que establece que su activación, como fórmula para solucionar un conflicto, es la “última ratio”, es decir, antes de aplicar la cirugía del proceso penal, hay que utilizar la medicina preventiva y curativa que ofrecen otras ramas del ordenamiento jurídico como el derecho civil, administrativo o social.
En nuestro sistema procesal y como una peculiaridad única y sin referencias en otros modelos, existe la denominada acción popular, avalada por la Constitución, que permite a todos los ciudadanos, hayan sido o no ofendidos por el delito, la posibilidad de ejercitar la acción penal ante los juzgados y tribunales, solicitando la intervención judicial para la averiguación y posible castigo de los hechos que se denuncian. Además, se puede solicitar del Ministerio Fiscal la apertura de diligencias de investigación que deben terminar con su archivo, si estima que no existe materia delictiva, o formulando la correspondiente querella.
Estamos asistiendo, no sin preocupación, a una alarmante proliferación de denuncias y querellas de nítido contenido político y a la constatación de la existencia de verdaderos profesionales de la acusación popular que, confiados en la existencia de jueces proclives a la admisión de las querellas, por muy disparatadas o inconsistentes que sean, eligen cuidadosamente el momento para presentarlas con el convencimiento de que, por lo menos, serán admitidas a trámite.
No es el momento de hacer propuestas de modificación del ejercicio de la acción popular, sino de constatar, como hemos puesto de relieve, la existencia de una realidad preocupante para el buen crédito de la justicia. Existen jueces demasiado abiertos a la recepción de imputaciones, sin profundizar en las verdaderas intenciones de los que abusan de las facilidades que proporciona la existencia de la acción popular, seguros de que nadie le pedirá responsabilidades por malversar fraudulentamente el verdadero sentido de una institución que está prevista para otros fines.
Soy consciente de las suspicacias que genera, en gran parte de la opinión pública, el sistema de organización del Ministerio Fiscal, cuya cabeza visible, el o la Fiscal General del Estado, es designada por el Gobierno y que, en principio, el resto de los componentes del Ministerio Fiscal se rigen por el principio de jerarquía. En la realidad —y puedo afirmarlo por haber formado parte del Ministerio Fiscal—, el grado de autonomía de las diversas Fiscalías y de los miembros que la componen es mucho mayor de lo que cree mucha gente, quizá influenciada por las corrientes de opinión, siempre con un sesgo ideológico de muchos medios de comunicación. Su Reglamento orgánico tiene resortes para desmontar interferencias de los superiores jerárquicos y no podemos olvidar que, constitucionalmente, el Ministerio Fiscal tiene por misión promover la acción de la Justicia en defensa de la legalidad de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley.
Todo lo que está aconteciendo en la sede de juzgados que admiten querellas e incluso denuncias absolutamente desprovistas de fundamentos jurídicos y que solo buscan la manera de convertir el derecho de acceder a la justicia en un arma de desprestigio y desgaste político, produce grave deterioro en la confianza de los ciudadanos en el sistema judicial. Por ello estimo que deben ser los jueces, celosos guardianes de su independencia e imparcialidad, los primeros que deben poner coto a las pretensiones espurias que pretenden instrumentalizarlos, para conseguir efectos políticos que tienen que encauzarse por otras vías. Está en juego la estabilidad y credibilidad de nuestro sistema judicial y de la propia democracia.
Existen instrumentos legales suficientes para cortar de raíz las querellas de evidente intención y contenido político. Los artículos 312 y 313 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal proporcionan los cauces legales para rechazar la querella cuando los hechos en que se funde no constituyan delito. La ley procesal veda el automatismo en la admisión de querellas y advierte a los jueces de la obligación de comprobar si son procedentes y, en su caso, rechazarlas de plano cuando los hechos en que se funda no sean constitutivos de delito. Un detenido estudio y análisis de las querellas, puede llevar a la conclusión de que se trata de un asunto sin entidad delictiva o que, en su caso, debe ser resuelto por otra jurisdicción que no sea la penal. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha dicho reiteradamente que el rechazo fundamentado y razonado de una querella no vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva ni el derecho de acceso a la jurisdicción.
El contenido político de una querella se detecta: por las personas que las formalizan, por la naturaleza de los hechos denunciados y la condición política de los querellados; todos estos factores denotan, de entrada, un propósito ajeno a la búsqueda de la justicia. Existe la obligación legal de extremar el rigor para su admisión a trámite. Cuando los redactores de las querellas son suficientemente conocidos, por su dedicación profesional a la imputación de hechos delictivos a personas, ideológicamente situados en un determinado espectro político, cualquier juez o jueza debe ser consciente de sus responsabilidades y valorar la viabilidad penal de los hechos que se denuncian.
Un dato relevante para desconfiar del fundamento de la querella lo proporciona la identidad del querellante. Suelen ser personas físicas, cuyo interés en la persecución de los hechos carece de justificación alguna
Al margen de algunos extravagantes ciudadanos, existen conocidas asociaciones, sindicatos o grupos profesionales que sustituyen sus objetivos sociales por el expeditivo deporte del ejercicio de la acción popular. Sus nombres son suficientemente conocidos por su aparición recurrente en los medios de comunicación y en las sedes de los juzgados. Los titulares de los juzgados tienen la obligación de analizarlos a fondo, sin acudir al expeditivo trámite de tenerlos por recibidos e iniciar diligencias de investigación que pasan inexorablemente por el innecesario gravamen que supone hacer comparecer en un juzgado a un conocido y destacado político. Un dato relevante para desconfiar del fundamento de la querella lo proporciona la identidad del querellante. Suelen ser personas físicas, cuyo interés en la persecución de los hechos carece de justificación alguna o, en la inmensa mayoría de los casos, nos encontramos ante seudosindicatos o Asociaciones constituidas para determinados fines, entre los que no se encuentra el de interponer querellas a destajo.
Quizá uno de los supuestos más flagrantes del abuso del proceso penal lo encontramos, en estos momentos, en la querella admitida y en tramitación dirigida contra la Alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Una entidad denominada Asociación para la Transparencia y la Calidad democrática, encomiable propósito que todo buen ciudadano debe albergar, ha decidido presentar una querella contra la Alcaldesa, a sabiendas de que hechos parecidos habían sido denunciados por otra asociación (Abogados Catalanes por la Constitución), ante la Fiscalía Anticorrupción, que había decretado el archivo por tratarse de cuestiones que debían solventarse, en su caso, en la jurisdicción contencioso-administrativa.
Sospechosamente, esta Asociación parece que tiene más interés por la calidad de las aguas destinadas al consumo humano que por la calidad de la democracia y el respeto a sus instituciones. La sospecha se acentúa al comprobar que el abogado, en ambos casos, es el mismo y que en la querella se pone especial énfasis en el perjuicio causado a la empresa AGBAR, concesionaria del Servicio de Aguas de la Ciudad de Barcelona, que el Ayuntamiento que preside Ada Colau intenta remunicipalizar. De manera directa y sin ambages, AGBAR ya se ha querellado tres veces contra la Alcaldesa y en las tres ocasiones sus pretensiones han sido rechazadas.
Me parece que cualquier juez o jueza que reciba un escrito de esta naturaleza y que conozca estos antecedentes debe, por puro sentido de la responsabilidad y de la estricta observancia de la legalidad, leer su contenido, comprobar el voluminoso bagaje de expedientes administrativos que se citan y reclaman, para terminar concluyendo, como hizo la Fiscalía Anticorrupción, que se encuentra ante una burda y espuria manipulación del proceso penal, tratando de ponerlo al servicio de intereses ajenos al deber de perseguir los delitos.
Estamos ante una práctica que solo pretende desestabilizar la vida política y, al mismo tiempo, involucrar a los Jueces y Tribunales en un debate político del que solamente pueden salir desprestigiados y cuestionados. Ante esta descarada manipulación, deben resistirse con todos los instrumentos legales a su alcance.
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José Antonio Martín Pallín ha sido fiscal y magistrado del Tribunal Supremo. Comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Abogado.
El derecho penal, como instrumento jurídico imprescindible para mantener la paz y la convivencia social, se rige por unos principios que todos los que lo manejan: acusadores, acusados, jueces y tribunales tienen la obligación de conocer y respetar. Un principio básico es el que establece que su activación, como fórmula para solucionar un conflicto, es la “última ratio”, es decir, antes de aplicar la cirugía del proceso penal, hay que utilizar la medicina preventiva y curativa que ofrecen otras ramas del ordenamiento jurídico como el derecho civil, administrativo o social.