El acuerdo al que ha llegado Julian Assange con las autoridades norteamericanas parece que ha puesto, al menos, punto y aparte a un proceso que lleva poniendo durante años en el epicentro de la esfera pública el debate sobre la libertad de prensa y cómo ésta se ha intentado coartar bajo el paraguas de la seguridad nacional y la razón de Estado.
Desde el año 2006, año en que se creó WikiLeaks, esta empresa de noticias estuvo en el centro de las sospechar del gobierno norteamericano. Pero el detonante de esta persecución contra su creador, Julian Assange, comenzó con la publicación, el 5 de abril de 2010, de un vídeo que mostraba lo que había sucedido en Bagdad el 12 de julio de 2007 y que se tituló Asesinato colateral. En él se mostraba el ataque de un helicóptero Apache norteamericano en Iraq donde murieron dieciocho civiles, incluidos dos periodistas de Reuters. En ese vídeo también se observa cómo, cuando llega otro vehículo a auxiliar a los heridos, los soldados norteamericanos continúan disparando, matando a otros dos hombres e hiriendo a dos niños más. En el vídeo se escucha el comentario de un soldado que dice: “Es culpa suya por traer a los niños a una batalla”. En este soporte audiovisual quedaba demostrado que el gobierno norteamericano de la época había mentido flagrantemente sobre los acontecimientos de ese día.
Durante los años que siguieron, WikiLeaks comenzaría a publicar cables del Departamento de Estado que comprometían de manera muy seria las acciones del gobierno en materia de derechos humanos, corrupción y transparencia y además lo hizo en colaboración con un consorcio de medios convencionales entre los que se encontraban The New York Times, The Guardian o El País. La información le había llegado a través de una fuente, Chelsea Manning, trabajadora del Pentágono, que fue condenada en 2013 a 35 años en la prisión de Fort Leavenworth en Kansas, y luego indultada en 2017 por el presidente Obama.
La puesta en libertad de Assange es una excelente noticia para el periodista y también lo es para el gobierno de Biden, que necesita huir de cualquier tema que pueda polarizar aún más su delicada situación durante los meses previos a las elecciones presidenciales. Pero no es una buena noticia para la libertad de prensa
El dilema ante el que se situó la inteligencia norteamericana fue identificar cuáles serían los cargos que se podrían presentar contra Assange. Tenían que encontrar la manera de imputarle bajo la Ley de Espionaje norteamericana de 1917, diseñada entonces para perseguir comunistas, y que otorga al Estado poderes inmensos sobre la persona detenida bajo el amparo de la “protección de la seguridad nacional”. La cuestión era cómo hacerlo sin vulnerar la Primera Enmienda de la Constitución americana, que establece que “el Congreso no promulgará ninguna ley que limite la libertad de expresión o de prensa”.
Cuando hay quien compara el caso Assange con Ellberg y los Papeles del Pentágono, conviene recordar que, en este caso, el papel de Ellberg no lo juega Assange, sino Manning, la que realizó la filtración, y que el papel de Assange es el que jugó en su momento The New York Times. La libertad de prensa e información han sido sagradas, en 1971 desde luego fue así, pero no ha sido el caso en estos más de doce años en los que Assange no ha podido disfrutar de libertad.
Los argumentos de que las filtraciones de WikiLeaks eran ilegales porque ponían en peligro la seguridad nacional, al igual que en el caso Ellberg, en realidad sólo se sostenían porque en ambos lo que ahí se desvelaba dejaba en muy mal lugar al gobierno, sea este el de Nixon, el Bush o el de Obama, un gobierno en el que los ciudadanos no podían confiar porque les hurtaba lo más sagrado, la verdad de los hechos.
Y esta es precisamente la clave de bóveda de todo el caso. La necesidad imperiosa de un Estado, en este caso EEUU, de ocultar a su opinión pública información veraz sobre lo que realmente ocurrió en Iraq y en Afganistán y en las razones (o sin razones) que lo habían provocado. Y por eso es por lo que, a toda costa, han intentado durante estos años imputar a Assange por delitos que esquivaran esa Primera Enmienda.
La puesta en libertad de Assange tras llegar a un acuerdo con EEUU es, desde luego, una excelente noticia para la situación personal de Assange y su salud; también lo es para el gobierno de Biden que necesita huir de cualquier tema que pueda polarizar aún más su delicada situación durante los meses previos a las elecciones presidenciales. Pero no es una buena noticia para la libertad de prensa.
Desde luego el acuerdo es mejor que una sentencia judicial, pero el hecho de que Assange haya tenido que reconocer que ha violado la Ley de Espionaje significa ni más ni menos que reconoce que “ha recibido y conseguido información secreta que no debe ser comunicada a personas que no tengan derecho a recibirla”, es decir, la opinión pública. Y en sí mismo constituye un peligroso antecedente en un país que en unos meses puede estar gobernado por alguien que, de manera reiterada, ha tachado a los medios de comunicación como “enemigos del pueblo”, algo que no es, desde luego, ninguna buena noticia.
El acuerdo al que ha llegado Julian Assange con las autoridades norteamericanas parece que ha puesto, al menos, punto y aparte a un proceso que lleva poniendo durante años en el epicentro de la esfera pública el debate sobre la libertad de prensa y cómo ésta se ha intentado coartar bajo el paraguas de la seguridad nacional y la razón de Estado.